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Columna
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Rencor retroactivo

A QUIEN corresponda: Estimado, o estimada, o estimado: a uno de ustedes tres, aunque ignoro exactamente a cuál, dirijo esta vacilante misiva. Si es cierto lo que se ha dicho, que toda carta llega siempre a destino, entonces dos de ustedes, no sé cuáles, sabrán declinar estas líneas, apartarse del equívoco lugar de destinatarios; pero habrá uno, una o uno, no sé cuál, que sabrá de qué le hablo, recordará lo que aquí evoco, reconocerá lo que le digo.

¿A quién le escribo? Puede que al camillero que me levantó de la vereda, me calzó en la camilla con firmeza, me metió presuroso en la ambulancia; puede que a la enfermera que, ya en la ambulancia, bajo el ulular, me vio desvanecerme y me vio volver a mí; o puede que el médico de guardia que, llegados al hospital, verificó los huesos rotos y tomó nota, circunspecto, de que se había producido en mí eso que llaman pérdida de conocimiento.

Un muchacho que manejaba muy mal debió mirar y no miró, debió frenar y no frenó: chocó y pegó de mi lado del auto, rompió en mí algunos huesos.

Pues un muchacho que manejaba muy mal debió mirar y no miró, debió frenar y no frenó: chocó y pegó de mi lado del auto, rompió en mí algunos huesos, me hizo perder, por un rato, el conocimiento (a mí tan luego, que trabajo de adquirirlo y de impartirlo). De ahí fui a parar a la vereda de una esquina de Palermo: quedé tirado. Me levantó algo después un camillero, se me ocurre que pudo llamarse Raúl, Raúl me resulta un nombre posible para un camillero. Luego una enfermera, que diría que se llamó Mabel, porque Mabel me suena a nombre de enfermera, fue testigo de mi desmayo, y acaso hasta se preguntó si era un desmayo o era una muerte la cosa que estaba viendo. Y por fin, llegué hasta el médico de guardia de un hospital, el doctor Vidal, supongamos. Vidal me parece un apellido verosímil para un médico de guardia.

Más tarde en un pasillo me habló un policía y me presentó una planilla que yo debía firmar. Era la breve lista de mis pertenencias: un reloj Casio, una camisa blanca (que hubo que cortar), un pantalón negro (que hubo que quitarme), 200 pesos (que había en el pantalón que me quitaron). ¿Firmo?, pensé. ¿Firmo o no firmo?, me pregunté. Porque el reloj era el reloj; y la camisa, la camisa; y el pantalón, el pantalón. Pero la plata que yo llevaba encima no eran 200 pesos: eran 500. Faltaban 300.

¿Firmo?, pensé. Firmé. Porque me dije: esta noche pude morir, y no he muerto; hay unos huesos rotos que en un mes se soldarán, y eso es todo; hubo alguien (te llamo Raúl) que me levantó de la calle; hubo alguien (te llamo Mabel) que me cuidó en la ambulancia; hubo alguien (te llamo Vidal) que inició mi cura. ¿Qué importaban 300 pesos? ¿Qué importaba que me los hubieran robado?

Esa noche fui desprendido, indulgente, hasta generoso; esa noche no tuve rencores y me sentí dispuesto a olvidar. Y sin embargo, casi 20 años después, aquí estoy: escribiendo esta carta. Esta carta para vos, Raúl, o para vos, Mabel, o para vos, Vidal. Lo que prueba que no me olvidé, que un rencor retroactivo me habita. O que fui mejor persona en los hechos, lastimado y a merced, de lo que soy ahora mismo, en la escritura, con la escritura.

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