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Columna
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El vendedor de enciclopedias

Manuel Rivas

UN AMIGO me cuenta su historia como vendedor de enciclopedias. Fue una invención magnífica, la enciclopedia y cualquiera de las buenas versiones. Un maravilloso lugar para vivir, siempre que no lo confundas con la vida. Aunque, como ocurrió con el vendedor, una enciclopedia también puede tener su vida.

De ser algo muy minoritario y elitista, hubo una época en que pasaron a formar parte del paisaje doméstico. En España, las enciclopedias entraron en muchas casas en los años setenta y en los ochenta. Coincidió con un mejor nivel económico, con la expansión social de la enseñanza pública secundaria y universitaria, y con esa alianza histórica del deseo de saber y la lucha por el bienestar. En ese tiempo, llamaban al timbre o a la puerta y ya no resultaba extraño que fuese un vendedor de enciclopedias.

La recepción solía ser buena. Abrían la puerta casi siempre. Y la gente escuchaba con atención a aquel embajador del saber y la cultura. Otra cosa era la venta. Hoy se utiliza mucho el verbo “vender” y “venderse” en el sentido de fascinar, enganchar o colar algo como sea. El vendedor de enciclopedias también tenía que fascinar. Pero, además, tenía que vender de verdad.

Además de la elocuencia, nuestro vendedor de enciclopedias, y eso lo contó no hace muchos años, tenía un método, un recurso que casi siempre daba resultado. Con la paciencia y discreción propia de un agente secreto, consiguió contactar con profesores de centros de enseñanza, ganarse su confianza, y obtener así listas de estudiantes de “bajo rendimiento” e información sobre los domicilios.

El vendedor de enciclopedias pudo delimitar así su banco de pesca, en lugar de ir al azar. Acudía en horas en que intuía que estaría la familia reunida. En muchas de estas casas no había libros. Ningún libro. No era difícil crear la necesidad. El vendedor llevaba sus tomos de muestra, hablaba de ellos como peldaños de una escalera, y los padres la veían, con razón, una escalera ascendente que llevaba al porvenir. Pero otra cosa era comprarla. Y ahí el vendedor tenía dos claves magnéticas: el Everest y el Misisipi.

Miraba fijamente hacia el joven llamado Bajo Rendimiento, para entendernos, y le preguntaba con solemnidad:

—A ver, ¿tú sabes cuántos metros mide el Everest?

El Everest y el Misisipi ayudaron a mi amigo a vender unas cuantas enciclopedias.

El muchacho, por bravo que fuese, quedaba descolocado. El padre o la madre, cualquiera de ellos, alguien exclamaba abrumado: “¿Ves? ¡No sabe ni lo que mide el Everest!”. El vendedor soltaba, como quien clava un cuchillo en la silueta de Bajo Rendimiento, la cifra fatídica: “El Everest mide 29.029 pies, o sea, 8.848 metros”. Y abría el tomo: “¡Todo está aquí!”.

El suspense estaba creado. Había que rematar a Bajo Rendimiento. Que fuera un clamor la necesidad de rescatarlo de la ignorancia.

—¿Y la longitud del río Misisipi?

Bajo Rendimiento se quedaba estupefacto. Podía ver el río Misisipi en su memoria cinematográfica. Podía ver los vapores desplazarse. Y oír a los invisibles estibar una canción de blues. Pero en el cine no se hablaba de los kilómetros del puto Misisipi.

El ambiente en la salita era de derrota total.

—El Misisipi mide 3.770 kilómetros. Pero si le añadimos su afluente, el Misuri, llegamos a los 6.800 kilómetros. ¡Todo está aquí!

El Everest y el Misisipi ayudaron a mi amigo a vender unas cuantas enciclopedias. Pero un día ocurrió algo extraño en su cabeza. Después del test, la familia de otro Bajo Rendimiento ya estaba dispuesta a comprar la enciclopedia. Era una de esas casas para las que se inventó la palabra humilde. El vendedor, en lugar de asombrarse con la venta, se quedó cabizbajo. Torció el gesto. Y dio por terminado el trato, sin firmar.

—Pero ¿qué pasa? —preguntó el padre.

—A su hijo no le hace ninguna falta saber cuántos metros mide el puto Everest. Eso es lo que pasa.

Él realmente estaba convencido de la bondad de las enciclopedias. Creo que para quitarle importancia sentimental al asunto, me dijo: “Ese día sentí el mal de altura. Eso es todo”.

Se lo cuento a Nuccio Ordine, autor de La utilidad de lo inútil y el reciente Clásicos para la vida, que es como el breve e intenso sueño literario de un enciclopedista. Muy crítico, y coincidimos, con la invasión de la “educación digital” en la escuela.

Nuccio Ordine me mira sorprendido y se ríe:

—¡Yo fui vendedor de enciclopedias!

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