‘Mía’, una enfermera gatuna
De como el autor, accidentado, descubre las dotes terapéuticas de su gata
Celebré el festivo del 12 de octubre rompiéndome el ligamento cruzado anterior de la pierna izquierda. No sé si eso es muy patriótico o todo lo contrario; que cada uno lo coja por donde le interese. La lesión vino jugando al fútbol y, si me van a decir que a los 36 años no tengo edad para el balompié, que sepan que ya me lo han dicho unas 500 personas.
A la espera de que me bajara el hinchazón para poder ir a hacer las pruebas médicas, me pasé el fin de semana tumbado en casa, con hielo encima de la rodilla. Y claro, no había nada más apetecible para Mía que investigar en aquellas extrañas bolsas de plástico de las que emanaba frío. En una ocasión, llegó a meter su cabeza tanto que al salir corriendo se la llevó puesta, dejando una escena de una bolsa amarilla del Covirán trotando por la casa con un cuerpo felino detrás. Con el susto y el agobio que llevaba, era imposible quitárselo.
El miércoles fui a hacer la resonancia magnética y se confirmó la lesión. Me disgusté bastante, la verdad. Me encanta el deporte y la perspectiva de varios meses sin catarlo me entristecía mucho. Al llegar a casa, me puse a llorar (lo siento, Miguel Bosé), y Mía vino corriendo hasta el sofá. Al abrir las manos, que me tapaban los ojos (si te lesionas como un futbolista, lloras como un futbolista) lo primero que vi fue su lengua dándome lametazos. Y tuve que reírme, claro.
Por la noche apenas pude dormir. Mía, normalmente, se pasa un rato a media noche a verme. A veces se pone sobre mi pecho y duerme unos minutos sobre mí. Esa noche, viendo que no dejaba de dar vueltas, se la pasó entera conmigo. No se separó de mi pecho y, cada poco, me ponía la zarpa en la cara. Fue lo más bonito del día.
Después de la operación, regresé a casa hecho un cuadro. No me manejaba con las muletas y apenas me podía mover. Menos mal que mi hermana Marisa se vino unos días a Madrid y me cuidó como un rey. Mía y ella no se entienden muy bien. O más bien: mi hermana se hace respetar y eso a Mía no le hace ninguna gracia. No le consiente ni media y claro, a mi gata, que está objetivamente bastante mimada y hace en todo momento lo que le da la gana, pues le choca.
Cuando mi hermana salía a dar una vuelta, Mía retomaba el mando de la casa. Se acercaba a mí y se subía sobre mi pierna izquierda. Primero husmeaba en la venda, después recorría la extremidad de arriba abajo y, finalmente, se tumbaba sobre el muslo y empezaba a ronronear.
Nada más salir de la operación, había publicado una foto recién operado en mis perfiles de redes sociales (en plan futbolista, con el dedo en alto y tal, pero con un peinado normal). Y era muy curioso que, en los mensajes, mucha gente me preguntaba quién iba a cuidar ahora de Mía. ¡Pero si el que estaba lesionado era yo!
En uno de los comentarios Vero, mi tele-veterinaria (esto es como los médicos, los que somos hipocondriacos tenemos el de cabecera y el amigo de toda la vida al que llamamos en todo momento; pues con los veterinarios igual, tengo a Sofía y a Carmen, que me atienden de maravilla en Madrid, y a Vero, que trabaja en una clínica solo para gatos y me soporta a cualquier hora desde Oviedo) apuntó la posibilidad de que Mía supiera perfectamente lo que estaba haciendo y que estuviera recurriendo a lo que se conoce como “ronroneo terapéutico”. Hay estudios que demuestran que la frecuencia del ronroneo es la misma que la usada por algunas tecnologías para sanar fracturas óseas y lesiones musculares, pero no está demostrado que sea aplicable al ser humano, como bien explicaron aquí los compañeros de Buenavida. Ya fuera el efecto placebo o el cariño, me tranquilizaba tenerla ahí conmigo.
Lo que sí es cierto es que Mía estaba mucho más cariñosa. Desde hacía unas semanas no se subía a dormir en el sofá a mis pies y la semana pasada volvió a hacerlo. Se ponía al lado de las muletas (ya es complicado conseguir dormir metida en la agarradera de una muleta; pues ella lo logró), controlaba el termómetro y, cada vez que me tenía que pinchar la Bemiparina, aparecía de cualquier lugar para seguir con atención el proceso.
Pero no vayan a pensar que dejó por algún momento su actitud felina a un lado. Cuando me levantaba al baño, seguía mi lento caminar sin apartar la vista de las muletas. Le llamaban muchísimo la atención y miraba cómo diciendo “¿Pero qué coño es esto?”. Aún así, en ningún momento en el que su cola se encontraba en mi trayecto se dignó a retirarla. No fuera a ser que pensara que estaba cediendo terreno.
Y también ha descubierto una de las ventajas de mi lentitud a la hora de moverme. Y la muy cabrita lo ha captado a la primera. Si me voy a poner un vaso de leche, sabe que el proceso entre servirlo y beberlo no será el habitual y, claro, aprovecha. Desde que me operaron, no ha habido vaso de leche en el que no metiera la zarpa. Y todo para nada, porque en realidad no le gusta, pero noto su cara de satisfacción cada vez que le digo “¡Mía, no!” y ella me responde con una mirada de “¿Qué dices, pringao?”.
A veces, cuando estoy solo, me gustaría poder decirle “Mía, tráeme una galleta”, pero sospecho que la capacidad terapéutica felina, de existir, no llega tan lejos.
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