El verano rebelde de ‘Mía’
El autor pasa sus segundas vacaciones estivales con su gata, a la que le dio por el papel higiénico, el cotilleo... y un bonsái
No sé cuándo les llega la pubertad a los gatos, pero sí que Mía pasó uno de esos veranos en los que los humanos, en la infancia, acabamos con las rodillas de color morado de tantas heridas, enfadados con nuestros padres de tantos castigos y regresamos a la rutina un tanto asilvestrados.
Pero a lo que vamos. Era ya nuestro segundo verano juntos, por lo que todo lo referente a traslados, juguetes, comida y areneros estaba bastante bien organizado. Como ya conté en el anterior post, hacer la maleta de Mía fue relativamente sencillo. Se porta bastante bien en los viajes y no suele extrañar mucho.
Llegamos a Ribadesella y todo en orden. Nos instalamos. Le puse el arenero en el baño, su comedero en el pasillo (porque el bloqueo de la vitrocerámica es bastante malo y cuando salgo de casa tengo que cerrar la cocina, que a Mía le apasionan las placas) y enchufé el Felliway. Ya estábamos listos para pasar un gran verano gatuno.
Es gracioso porque los primeros días en los que llegas con tu gata a una casa nueva hay una decisión clave: dónde colocarás su cojín/cama. Yo iba un poco como esos personajes de Disney que van detrás de los Reyes con un cojín en las manos, sobre el que va la corona o un zapato perdido. Es decir, que estaba a la espera de que Mía decidiera cuál era su rincón favorito este verano para dejárselo allí instalado.
Pero no iba a ser tan fácil. Algo le pasaba a Mía, que estaba como rebelde. Decidió que su lugar preferido sería un sofá ochentero con estampado rojo de flores, pero no quiso especificar qué trozo exacto del sofá y, durante los siguientes días, se dedicó a empujar (literalmente) las diferentes piezas de las que se compone el mueble. Hasta que no terminó formando una especie de cueva, no paró. El cojín se lo dejé en el suelo.
La primera semana cogió un rollo de papel higiénico, lo fue desenrollando y lo dejó hecho trizas. Había trozos de papel por toda la casa. Cuando descubrí el pastel y fui a reñirla, no pude. Me miró de una forma que me recordó a aquello que decía Freddy Mercury de su gata Delilah, en la canción que le dedicó: “Te vas después de cometer el crimen, tan inocentemente”.
Después le dio por el cable del teléfono. En Ribadesella, tenemos un teléfono de los de antes, de disco. No tiene línea, pero lo guardamos porque es un recuerdo bonito de otro tiempo. A Mía también le debió de parecer bonito, porque fue siguiendo todo el cableado, que cruza la casa, y lo fue despegando del rodapié.
Otro día, el dios de los gatos me castigó. Estaba hablando con mi amiga Gloria en una verbena y, por alguna razón, la conversación giró hacia lo desastre que, en general, somos los hombres. Ella me preguntó: “¿Por qué nunca cerráis la tapa del WC después de usarlo?” y yo, en una encendida defensa del gremio, le contesté: “¿Qué dices? Si yo siempre la cierro” (mentira cochina). Al llegar a casa pagué cara mi mentira. Antes de irme, había tirado una servilleta, pero no había ni tirado de la cadena ni bajado la tapa. Mía había ido de pesca. Y había tenido suerte.
Otra cosa que le dio por hacer fue asomarse a las ventanas. Y el caso es que no me enteré porque yo la viera, sino que eran los vecinos los que me informaban. Un día me crucé con el señor que vive en un piso cuya cocina da a la mía y me dijo “Oye, qué gracioso tu gato, asomado a la ventana. Pero cuando me vio, se asustó”. Y luego otra vecina que vive en el edificio de enfrente también me comentó que la había visto mirando por la ventana. Era la misma ventana a la que un día nos asomamos los dos al oír a una gata en celo. Vimos un montón de cachorros y Mía me miraba como preguntándome: “¿Quién es esa gente?”.
En la última semana de vacaciones, nos fuimos para Oviedo, a casa de mi madre. Y allí Mía estuvo rápida para hacerse con su sofá. Se subía todo el rato y se ponía al lado de la cabeza de mi madre, en una especie de lucha por el cetro familiar. A pesar de esa pequeña rencilla, parecía que se estaba portando bien (creo que a Mía le gusta más Oviedo que Ribadesella, porque tiene más espacio para correr y además mi madre está mucho rato en casa) hasta que, no sabemos por qué, se obsesionó con un bonsái. No pasaría nada si no fuera porque era de mi difunto padre y es una de los recuerdos que guardamos de él. Pero es que Mía, de alguna forma, debía de darse cuenta de aquello y cada vez que podía le hincaba el diente. Que tampoco pasa nada, porque mi padre tenía mucho sentido del humor y seguramente se hubiera reído, pero vaya, que somos una casa seria.
Con algo de pena, nos volvimos para Madrid. Engañé a Mía con un premio para que entrara en el transportín y pusimos rumbo a casa. Se vino quejando bastante y los primeros días estuvo un poco mohína, pero entra dentro de la normalidad. A Mía, como a un servidor y como a los Stark de Juego de Tronos, le tira el norte.
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