La tercera revolución industrial ya está aquí
¿Será nuestra conciencia global lo suficientemente empática para garantizar un acceso universal a la energía sin socavar la salud de la Biosfera?
La primera central de energía del ser humano fue su propio cuerpo y el lenguaje oral el primer sistema de comunicación. Con la domesticación de las plantas y los animales, se aseguró un suministro y un excedente continuo y fiable de energía. El cultivo de cereales a través de grandes infraestructuras de riego y la invención de la escritura fueron las fuerzas impulsoras de las grandes civilizaciones de Egipto y Mesopotamia. El carbón y la máquina de vapor junto con la imprenta, convergió en la primera revolución industrial. Las formas de comunicación basadas en la electricidad (televisión, radio, teléfono,...) y el petróleo, en la segunda revolución industrial del automóvil y la producción en serie. Todo progreso se basa en la energía y el progreso se evapora cuando la energía se limita.
Así nos introduce Jeremy Rifkin, en su obra La civilización empática, en un viaje a través de la historia de la humanidad en la que los modelos energéticos y los sistemas de comunicación se muestran como los catalizadores de las grandes transformaciones (revoluciones) sociales, tecnológicas y económicas de la historia
Basándose en importantes descubrimientos recientes de la neurociencia —como las neuronas especulares— y en hechos históricos recientes como la Tregua de Navidad (durante la Primera Guerra Mundial), el inspirador mensaje que defiende el autor es que la evolución humana no se explica tan solo por el dominio de los recursos, sino también por el incremento de la empatía entre los seres humanos en ámbitos cada vez más complejos. De ser cierto, convertiría en obsoletas las actuales teorías económicas clásicas basadas en el carácter egoísta del ser humano que persigue el interés propio por encima de todo.
El incremento de la empatía se ve, sin embargo, limitado cuando los recursos energéticos son usados con más rapidez de lo que la naturaleza es capaz de reponer. Esta situación que el autor define como crisis entrópica, describe nuestra historia más reciente (desde el año 2008 en el que el precio del crudo alcanzó en los mercados un récord histórico de 147 dólares el barril) en la que se ha agudizado las consecuencias de nuestra adicción a los combustibles fósiles: incremento de conflictos geopolíticos centrados en lograr el acceso militar y político a estos —que existen únicamente en determinados enclaves y regiones del mundo—; lastre de la economía mundial y familiar y la competitividad de las empresas debido su coste, y el dramático auge en las emisiones de dióxido de carbono a partir de la quema de dichos combustibles que amenaza con desencadenar un cambio sin precedentes en el clima.
No debemos subestimar, además, otro conflicto subyacente: las naciones desarrolladas defienden que todas las sociedades necesitan reducir radicalmente el uso de las energías extraídas a partir de combustibles fósiles. Pero comprensiblemente, los países en vías de desarrollo con un consumo energético per cápita sustancialmente menor (casi uno de cada tres seres humanos en la superficie del planeta jamás ha tenido electricidad) sostienen que poner limites a sus posibilidades de generación energética sin facilitarles alternativas equivale a mantenerse en un estado de pobreza y desesperación.
Todo progreso se basa en la energía y el progreso se evapora cuando la energía se limita
A medida que la era del petróleo y la Segunda Revolución Industrial está tocando a su fin, la Tercera Revolución Industrial que pronosticaba el autor en 2010 ya está aquí: las tecnologías de comunicación basadas en Internet (TIC) forman parte de nuestro día a día y muchas de las tecnologías de aprovechamiento de los recursos renovables han alcanzado su madurez y resultan competitivas en precio.
Las nuevas tecnologías permitirán convertir los edificios y naves industriales en plantas de energía (reduciendo las pérdidas en las redes de transporte y distribución), usar baterías recargables e hidrógeno como tecnologías de almacenamiento de energía, desarrollar una red de distribución de energía eléctrica “inteligente” y un sistema de transporte basado en el vehículo eléctrico; y tiene potencial para reducir radicalmente las emisiones de carbono.
Dado que la tecnología ya está en gran parte desarrollada e incluso probada en entornos reales, lo que está frenando el cambio de modelo es la limitada voluntad individual y colectiva de implicarnos en dicho cambio.
Las nuevas fuentes de energía, debido a sus características disruptivas —se distribuyen de forma relativamente igualitaria en la tierra, algunas como la solar fotovoltaica son modulares, son fácilmente accesibles y gratuitas y puedan renovarse con los ciclos de la Biosfera— tienen potencial para que la tercera revolución industrial no sea una simple transición tecnológica sino que se convierta en una verdadera revolución económica y social y de paso a la democratización de la energía.
Si Jeremy Rifkin está en lo cierto y la conciencia empática está empezando a extenderse hacia un nuevo nivel que abarcaría la biosfera y todos los seres vivos, no debemos eludir nuestra responsabilidad individual de actuar para modificar nuestros patrones de consumo, de modo que reduzcamos nuestra huella ecológica sin descuidar nuestra solidaridad con la mitad más desfavorecida y exigir a nuestras empresas, instituciones y Gobiernos una política energética coherente con el ambicioso y extremadamente urgente reto al que nos enfrentamos. Las acciones que emprendamos en los próximos tres años tendrán impacto en el bienestar de las próximas décadas.
Si el siglo XX fue testigo de la ampliación de los derechos políticos y las oportunidades educativas y económicas para millones de personas en todo el mundo; en el siglo XXI, debemos exigir y contribuir a que el acceso universal a una cantidad mínima de energía capaz de extender las oportunidades de desarrollo a toda la humanidad (educación, sanidad y generación económica) se convierta en un derecho social y humano inalienable; y a que todos tengamos el derecho y la oportunidad de generar nuestra propia energía en lo local y compartirla con los demás a través de redes interconectadas regionales, nacionales y continentales.
Sonia Ramos Galdo es ingeniera industrial experta en sostenibilidad energética.
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