Norman Foster, el zurdo tenaz
EL MERCEDES oscuro con los cristales tintados desciende el Strand hasta desembocar en Trafalgar Square. Se detiene unos segundos. La ventanilla del copiloto baja y un hombre de cráneo desnudo, mandíbula rotunda y ojos de cíngaro, con un cuaderno de dibujo en el regazo, un lápiz entre los dedos y de negro riguroso, congela su mirada en la vibrante plaza coronada por la Columna de Nelson. Es lord Foster of Thames Bank, de 82 años, el arquitecto más famoso del planeta. En 2003 transformó este espacio, uno de los puntos neurálgicos de Londres; un rincón dickensiano, ahogado por el tráfico y la contaminación, en un escenario abierto, limpio y luminoso al que apodan en la capital “the living room” (el cuarto de estar). En el asiento trasero de la limusina el periodista rompe el espeso mutismo de Foster y su fornido chófer, uniformado de franela azul petróleo:
—¿Qué siente cuando vuelve aquí?
Lord Foster sale de su ensimismamiento, se gira con elegancia, esboza una de sus enigmáticas sonrisas y responde con suavidad:
—Mi corazón se acelera. Aquí pasé muchas horas dibujando. Y preguntando a la gente cómo les gustaría que fuera este sitio. Trafalgar era feo, incómodo, devorado por los coches. Ya ve. Lo recuperamos para las personas. Al igual que con el puente del Milenio sobre el Támesis (que revitalizó esa zona deprimida de Londres) o renovando el viejo junio. Es importante recordar cómo eran las cosas. Y como son. Pero la memoria es débil…
En la recta final de su carrera sigue buscando respuestas. Es un curioso compulsivo que escanea como un cíborg todo lo que ocurre a su alrededor.
En Trafalgar Square se palpan las pasiones del genio de Mánchester. Se concentran en un único mandamiento: la exigencia de una arquitectura con conciencia que responda a las necesidades de la gente, elimine barreras (físicas y sociales) y mejore su calidad de vida. Ya sea una oficina o una estación de metro; un hospital o un museo. “Para mí la arquitectura es una misión más que un trabajo”. Foster, que fue un niño pobre cuya existencia transcurrió hasta los veintitantos en un deprimido barrio del sombrío Mánchester de posguerra, en una casa barata del XIX, el número 4 de Levenshulme, de dos habitaciones sin cuarto de baño (de pequeño su madre le aseaba en un barreño), cree en el espacio público por encima del privado. En el urbanismo más que en los edificios individuales (por geniales que sean); en unas infraestructuras dignas y eficaces; su preocupación desde su primer gran proyecto (el edificio Willis Faber, de 1970) ha sido el medio ambiente, la sostenibilidad y la eficiencia, a través de la tecnología y la economía de medios (“debemos hacer más con menos y reducir la arquitectura a su mínima expresión”). Foster usa el sol (que aparece dibujado en todos sus proyectos, incluso en los de su primer año de carrera, en 1956) y el viento como dos materiales de los que servirse; cree en la integración armoniosa entre lo viejo y lo nuevo. En la recta final de su carrera sigue buscando respuestas. Es un curioso compulsivo que escanea como un cíborg todo lo que ocurre a su alrededor preguntándose cómo funciona y cómo está fabricado. Y cómo se podría hacer de una forma más limpia y barata. Tiene mente de ingeniero, alma de artista y manos de obrero.
Y una increíble capacidad de convicción. Como profesional de la arquitectura, respeta al cliente y sus necesidades y tiende a ponerse en su lugar (ha llegado a ser amigo de algunos de ellos, como los poderosos William Randolph Hearst, Michael Bloomberg o Steve Jobs). Y con más razón si su cliente es el contribuyente.
—¿Es usted un socialista?
—Soy un humanista.
Foster cree que hay que tener grandes sueños pero, sobre todo, hay que materializarlos. Él los tuvo. Quiso ser arquitecto. Por una pulsión estética y emocional. Y fue el primer joven de Crescent Grove que pisó la universidad. “Que alguien aspirara en mi barrio a tener una carrera era tan inaudito como que llegara a ser papa”. Para costearlo trabajó de vendedor de muebles, heladero e, incluso, de portero de un club de mala muerte (era muy aficionado a las artes marciales). Y lo logró. Con las mejores notas. Era un dibujante eficaz, rápido y pedagógico. Trabajaba día y noche. Y fue becado por partida doble en la Universidad de Yale, en la patricia Ivy League, en Estados Unidos. Se encontró una sociedad más optimista y menos estratificada; donde, al contrario que en la vieja Inglaterra, no importaba el acento ni de qué gran escuela privada provenías; más igualitarista en arquitectura. La recorrió a dedo, en Greyhound y escarabajo. Desde aquellos lejanos días la sociedad americana le fascina. Allí se hizo realmente arquitecto y palpó la obra de sus grandes mitos, desde Mies y los Eames a Gropius y Lloyd Wright. Allí vive parte del año. Y se siente libre.
“La clave de mi trabajo es la creencia de que la arquitectura es importante; la calidad de lo que nos rodea, de cómo está diseñado, influye en nuestra vida”.
Foster ha construido sus sueños. No es un teórico, aunque tiene un enorme sentido didáctico acompañándose de lápiz y papel; croquis y anotaciones. Pero va más allá del concepto. Es un pragmático. Algo que en su estudio, Foster + Partners, es la ley. Y un foco de atracción para los 600 arquitectos que forman parte de su escuela. Ellos construyen. No se limitan al proyecto. Ya sea una red de aeropuertos de drones en África o los revolucionarios cuarteles generales de Bloomberg en Londres, o de Apple en Cupertino (que recogen su experiencia de medio siglo proyectando lugares de trabajo diáfanos, flexibles y sin divisiones jerárquicas); la ampliación del madrileño Museo del Pradoreloj y su integración en la ciudad (algo que ya experimentó con el Reichstag, en Berlín), o el inmenso aeropuerto de Ciudad de México, que sigue la tendencia iconoclasta que inició con el de Stansted (a 60 kilómetros de Londres) y más tarde en Hong Kong y Pekín.
Continúa a pie de obra. Luchando por una arquitectura de “luz y ligereza”. Casco, chaleco reflectante y botas de trabajo cubiertas de polvo. Circula por las obras a paso de marcha. Interroga a los operarios y a los arquitectos jóvenes. Decide hasta el color de la moqueta o el modelo de los altavoces del edificio Bloomberg (un proyecto de 1.200 millones de euros en el corazón de la City, donde tendrán su puesto de trabajo 4.600 personas). “Rara vez cae en la complacencia”, afirman sus socios más antiguos, como el arquitecto David Nelson: “Es patológicamente incapaz de sentirse satisfecho con lo que hace. Quiere ir más lejos. Su empuje y pasión son inagotables”. Foster lo explica: “La clave de mi trabajo es la creencia de que la arquitectura es importante para la gente; de que la calidad de lo que nos rodea, de cómo está diseñado, desde una estación al pomo de una puerta, influye en nuestra vida. Y 55 años después tengo los mismos intereses, pasiones y preocupaciones que cuando empecé. La ventaja es que hoy la tecnología me permite hacer cosas (por ejemplo, con la arquitectura del cristal) que cuando empecé eran imposibles”.
Es el número uno. Pero superados el cáncer y los problemas cardiacos, y ya octogenario, lord Foster da la impresión de haberse liberado de las vanidades de este mundo. Ya no es “macho Foster”, aquel James Bond de la arquitectura que saltaba de los mandos de su reactor privado al volante de su Porsche Carrera, con el tiempo justo para enfundarse un esmoquin italiano (nunca ha sido aficionado a la sobria sastrería londinense) y cenar con la reina en la intimidad de Buckingham Palace. Hoy necesita poco más que a su familia (“allí donde están los tres, está mi hogar”), Elena Ochoa, su esposa desde 1996, y sus hijos Paola y Eduardo (ella estudiante en Harvard y él en Eton); la posibilidad de pensar en soledad sobre sus sempiternos cuadernos Daler-Rowney A4 de tapa dura y, cuando cae la tarde, una copa de chardonnay mientras escucha a sus amigos de Pink Floyd. Sin olvidar dos adicciones que ha contagiado a los suyos: el esquí de fondo y el ciclismo. Cada marzo participa en el diabólico maratón de esquí de Engadin (Suiza): 42 kilómetros deslizándose por un desierto de nieve. Y en Madrid es fácil cruzárselo pedaleando por la Casa de Campo en su Cervelo, la bicicleta más ligera y rápida del mercado.
Flaco, escurrido y etéreo como un viejo bailarín, vestido de oscuro, calzado con delicados mocasines de ante de Pedro Muñoz sobre sus calcetines de un morado arzobispal, con una cortesía a la vieja usanza, da incluso la sensación de ser capaz de vivir sin alimentarse. Solo hay que contemplar a lady Foster persiguiéndole con una chapatita de jamón ibérico o una medianoche de tortilla para conseguir que pruebe bocado (“somos como Pili y Mili, no nos hemos separado ni un minuto en 23 años”, bromea ella) para deducir que Foster podría vivir con poco. Tampoco hay que exagerar. Tiene una fortuna que las biblias de los poderosos valoran en cientos de millones, bellísimas mansiones entre Madrid, Suiza, la Costa Azul y la kennedyana costa de Massachusetts, y una impresionante (y casi secreta) colección de arte que recorre desde Zurbarán hasta Ai Weiwei, pasando por Bacon y Hockney. Los Foster compran arte mano a mano y a golpe de corazonada. Su primera adquisición conjunta fue un Lenin de Warhol, en 1995, que durante años presidió su apartamento londinense sobre el Támesis. Uno de los últimos regalos de Elena a Norman ha sido un cuadro de L. S. Lowry, de 1920, que a su marido le retrotrae al Mánchester de su infancia. Está colgado frente a su cama.
Norman Foster es un ser irrepetible, solitario, individualista. Va por libre. Huye del encasillamiento hasta el punto de que prefirió ocupar durante años su escaño como independiente en los lores antes que sumarse a los conservadores o los laboristas (como hizo su amigo Richard Rogers, lord Rogers of Riverside). Los tories le hicieron caballero; el laborista Tony Blair, barón.
Ya en 1955, el primer arquitecto para el que trabajó en Mánchester (cuando era aspirante a delineante) le definió como un “square peg in a round hole”: un picaporte cuadrado en un agujero redondo. Intentaba decirle que era un inadaptado. Aún encaja en esa descripción.
Norman Foster fue un niño pobre, acosado y apocado, que no terminó el bachiller. No logró su consagración hasta los 50 años, con un rascacielos en Hong Kong.
Sin embargo (y posiblemente gracias a esa huida de las convenciones), lo ha conseguido todo. Él, Norman Robert Foster, que no terminó el bachiller, fue un niño apocado y acosado, jamás habló idiomas y tuvo que esperar a cumplir 50 años para lograr su consagración (“soy un auténtico late starter”), con un proyecto en Hong Kong, la sede del banco HSBC, que se convirtió en el edificio más caro y sofisticado del planeta. Con él reinventó el concepto de rascacielos (cuando lo más alto que había construido era un edificio de tres pisos), creando un inmueble donde las instalaciones, los servicios y equipamientos eran confinados al perímetro de cada planta, lo que permitía unos espacios interiores diáfanos, luminosos y flexibles. El invento funcionó: creó escuela. También le colocó al borde de la bancarrota. No sería la última vez.
“Pero Norman nunca abandona su posición. Es un tipo duro y tenaz”, explican sus más antiguos socios en su estudio londinense de Riverside, donde no hay puertas, ni despachos ni secretos; se trabaja 24 horas y huele a grafito y café. “Norman no se rinde ante los retos. Su vida ha sido una absoluta exigencia. Es íntegro. Está educado en la ética del esfuerzo. Es riguroso con la gente que le rodea por esa motivación y autoexigencia. Llega a ser irritante, porque puede hacer que un proyecto se repita mil veces. Valora, sopesa, analiza. Hasta tener la certeza de que es la mejor solución. Y gracias a esa forma de ser se ha creado en este estudio una cultura y un método que permea a los socios más jóvenes. Y que consiste en escuchar, preguntar y comprender cómo funcionan las cosas, ya sea un zoo, un aeropuerto, un banco o un Parlamento. Investigar. Encontrar soluciones que desafíen las convenciones clásicas. Y construirlo. Y compartirlo. En este estudio, lord Foster es, simplemente, Norman, el primero entre iguales. Trabajamos con él, no para él. Estamos en las mismas mesas, con los mismos ordenadores, desde los becarios hasta los 10 executive partners. Él no tiene despacho. Decidió que fuera así desde que éramos 15 en Fitzroy Street, a comienzos de los setenta”.
Como heredero de la arquitectura modernista del primer tercio del siglo XX (principalmente de la Bauhaus), el concepto que tiene Foster de un estudio de diseño está más cerca de un falansterio que de la sede de una multinacional. Para él, debe ser una comunidad creativa con una misión y unos principios éticos y morales. Y, por supuesto, ganar dinero. Se ha demostrado un buen hombre de negocios. Hoy, Foster + Partners (del que Norman Foster sigue teniendo la mayoría de las acciones, aunque 140 de sus colaboradores ya cuentan con participaciones) factura entre 250 y 300 millones de euros al año (el 80% fuera de Reino Unido) y tiene una plantilla de 1.300 empleados de 50 nacionalidades y con 140 titulaciones. La mitad son arquitectos, pero cuenta en sus filas con ingenieros de todas las especialidades; sociólogos, dibujantes, urbanistas, paisajistas, diseñadores gráficos e industriales; expertos en materiales, estructuras e impresión 3D. Hay 45 maquetistas y una cantidad similar de analistas de sistemas. “Intentamos adelantarnos a nuestro tiempo. Atisbar cómo van a ser las cosas en 10 años”. A Foster le gusta definir esa bolsa de talento moldeada por él como “un campus”. Y, efectivamente, el 22 de Hester Road tiene más similitudes con el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), incluso en su fisonomía, que con un estudio de arquitectura al uso.
Tras medio siglo largo de carrera, 300 edificios que han redefinido el perfil de muchas ciudades; un título nobiliario; un Príncipe de Asturias, un Pritzker, una veintena de doctorados; de haber reinventado los rascacielos, aeropuertos, museos y oficinas; de haber disfrutado de la amistad de artistas como Francis Bacon, Henry Moore, Anthony Caro, Serra, Kapoor o Giacometti… De ser rico y poderoso, ¿le quedaba algo por hacer a lord Foster?
En 1999, tras recibir los 100.000 dólares del Premio Pritzker, su esposa, la editora, agitadora y exprofesora de psicopatología Elena Ochoa, le animó a crear una fundación para financiar los viajes de estudios de jóvenes y aventajados arquitectos de todo el mundo. Más allá de esa estructura, en la década de los dos mil Foster donó cuatro millones de dólares a la escuela de arquitectura de la Universidad de Yale, la institución que en 1961 le había mostrado el camino. Por el contrario, Foster carecía de una estructura que se hiciera cargo de su legado intelectual; de sus fuentes e influencias; que se convirtiera en el contenedor de sus más de 50 años de experiencia.
A Foster le gusta definir su estudio como “un campus”, y efectivamente, tiene más similitudes con una universidad que con un centro de arquitectura.
El problema es que al discreto lord Foster le horrorizaba crear una institución estática a mayor gloria suya. No quería una fundación con aromas de mausoleo. Y, además, explica, “tenía claro que debía estar desligada del estudio; ser independiente de Foster + Partners; no podía tener ánimo de lucro; tenía que ser experimental y buscar sus benefactores. Y mi idea es que, a través de mi experiencia y contactos, atraiga talento y sirva para mejorar las ciudades. No estamos para ganar dinero, sino para ponerlo. En el mundo hay 6.000 millones de personas sin alimentos, ni agua ni electricidad. Y el poder del diseño puede mejorar eso. Puede frenar el cambio climático; apostar por energías renovables; optimizar las comunicaciones; apoyar la educación. No estamos para proclamar lo listo que soy, sino para que gente de muchas profesiones e ideologías pongan su grano de arena”.
Con esa idea en la cabeza, el impulso irrefrenable de Elena Ochoa y el dinero de los cuatro miembros de la familia, la Norman Foster Foundation fue inscrita el 20 de mayo de 2016. Tendría su sede en Madrid, en un elegante palacete de 1902, adquirido por la familia en 2013 por 9,2 millones de euros. Antes se desecharon otros emplazamientos en Londres, Suiza, Manhattan, Brooklyn y Berlín (lady Foster tiene mucho que ver con la llegada a Madrid de la fundación). Y en 2016 Foster decidió completar el conjunto proyectando y construyendo un pabellón de cristal (las láminas de cristal se han fabricado en Suiza, la cubierta de acero en Japón y la puerta de 2,7 toneladas se desliza con un dedo) en el patio del inmueble que representa un compendio de su arquitectura en solo 160 metros cuadrados. “Los 160 metros cuadrados más caros de la historia”, bromea uno de sus colaboradores. Lord Foster ha bautizado a esta maqueta a tamaño real Pabellón de las Inspiraciones.
Lo primero que sorprende al cruzar la verja afrancesada de la fundación (situada en una de esas calles recónditas de la alta burguesía madrileña donde nada malo puede pasar) es el aire de familia. Cero ceremonias. El equipo de Foster es mínimo, joven, español, pluridisciplinar y poco engolado. Casi hipster. Días antes de su apertura, lord Foster colgaba cuadros, daba instrucciones con palabras y croquis y se mezclaba con los operarios a tomar el aperitivo a la sombra de una instalación de la escultora Cristina Iglesias que cubre el patio. La fundación es su casa. Todo su contenido, hasta su mobiliario, remite a su biografía, desde su cuaderno de colegial al primer libro de Le Corbusier que le animó a ser arquitecto: Towards a New Architecture.
Pero la Norman Foster Foundation no es solo una. Tras pasar varios días en su interior, se deduce que son cinco. La más poderosa es la fundación-memoria, que concentra en tres plantas del viejo palacete el legado intelectual de Foster, hasta ahora disperso y mal conservado. Un equipo de ocho personas ha inventariado, catalogado, ordenado, restaurado y digitalizado cada una de las piezas durante dos años. Son 74.000 objetos (de ellos, 10.000 dibujos y miles de fotografías y diapositivas tomadas por él), 570 maquetas y 1.240 de sus cuadernos Daler-Rowney, hoy conservados como especies en peligro de extinción. Según el arquitecto Gabriel Hernández, coordinador de la fundación, “Norman rellena cada mes una media de cuatro, que se nos envían y son digitalizados y conservados”. Para la responsable de la memoria, la arquitecta Margarita Suárez, “el archivo es un espacio clave para colarte en la cabeza de Foster y ver de su puño y letra cómo surgió cada uno de sus proyectos; cómo evolucionó y fue construido. Así se puede comprender, paso a paso, su proceso creativo”.
La familia Foster ha prestado a la fundación un conjunto de obras de arte desde comienzos del siglo XX hasta la actualidad, desde Moore y Brancusi hasta Ai Weiwei.
La segunda es la que se podría llamar fundación-colección (aunque Foster odie el término “coleccionista de arte”). La familia ha prestado un conjunto de obras hasta ahora expuestas en la intimidad familiar que muestran las fuentes artísticas del arquitecto y su relación con los autores. Un auténtico catálogo de historia del arte contemporáneo que comienza a inicios del siglo XX y concluye en la actualidad. Hay desde esculturas de Moore, Boccioni y Brancusi (una pieza similar al Oiseau dans l’espace de este artista rumano fue vendida en 2005 por 27,5 millones de dólares) a fotografías de Gursky y Thomas Struth, y obras de Longo, Manglano, Not Vital, Juan Muñoz, George Rickey o Ai Weiwei. El contiguo Pabellón de las Inspiraciones, de cristal, da vida a la fundación-cuarto de juegos, que reúne las fuentes de inspiración de Foster, sus obsesiones y divertimentos, con una especial relevancia a la gran maqueta de la cúpula geodésica de Richard Buckminster, un ingeniero-arquitecto-inventor-gurú expulsado dos veces de Harvard que, desde los tiempos de Yale, inoculó en el joven Foster el virus de la sostenibilidad en la arquitectura. En el pabellón están también el automóvil de 1920 de Le Corbusier (“el Picasso de la arquitectura”, según definición del catedrático Luis Fernández-Galiano, vicepresidente de la fundación), maquetas de edificios de otros arquitectos míticos y de aviones, locomotoras y coches que han tenido peso en su carrera y su biografía.
El lado más sesudo del conjunto lo forman la fundación-lanzadera, destinada a atraer talento, promover la investigación y servir de pista de despegue a nuevos proyectos en torno al diseño sostenible, y la fundación-laboratorio de ideas, destinada a ser un punto de encuentro de profesionales del diseño, la arquitectura, la ingeniería y el arte. Estas dos ramas de la fundación, según Lady Foster, se sustentan en dos únicas razones: “La investigación y la educación”.
En 2012 falleció a los 105 años el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer. El hombre que creó Brasilia de la nada era, desde los años sesenta, una de las referencias de Foster: no solo había proyectado edificios rompedores en la estela de Le Corbusier, sino que había tenido el privilegio de idear toda una ciudad, “dinámica y con una gran economía estructural”. Y, además, amaba la vida. No coincidieron hasta 2011. Se hicieron amigos. Niemeyer justificaba así el flechazo: “La herramienta de trabajo de ambos es el lápiz, y eso une”. La última vez que se encontraron, Niemeyer se despidió de él con esta frase: “Norman, la arquitectura es importante, pero la vida lo es más”. Con 23 años menos que cuando murió Niemeyer, el octogenario Lord Foster parece dispuesto a seguir el consejo de su maestro. Pero sin quedarse quieto. “Soy como una peonza, si me paro, me caigo. I never stop”.
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