Lo que hay es miedo
El miedo es una bola muy concreta en el estómago y tiene que ver con el miedo de todos, no sólo el miedo personal
Ese conseller que huye de cámaras y de insultos (“¡traidor!”, “¡vendido!”) acaba de salir del Palau de la Generalitat y, seguramente, ya sabe que las cosas por las que le insultan van a ser otras un rato después. Se expresa ahora el odio inverso; por un momento el veneno que habita en la yugular henchida de los que gritan no es contra España o los contrarios, sino contra los propios. Puigdemont, los traidores. El veneno es instantáneo, no se merecen ni la vida. Y la identificación de ese veneno da una idea cabal de lo que podía ser, y ha sido, la inquina contra el adversario, de la misma calle, del mismo edificio, del mismo pueblo, del mismo país, a lo largo de este proceso que ya va camino de ser un número, un guarismo triste para la historia.
Se suceden insultos como ese, son trending topic. Como si estuvieran guardados ante la previsible flojera de los soldados de palabras que habitan ahora las calles de Barcelona con la cintura llena de inquina. El hombre que camina calle abajo no lleva ni escolta ni maletín ni nada; es un ciudadano al que acosan los que en otro tiempo (ya lo harán después, de nuevo) jaleaban en las innumerables manifestaciones callejeras organizadas para dar vivas a tots nosaltres. El hombre se evapora de la imagen, y ahí, a su espalda, siguen unos cuantos diciéndole que mejor no hubiera sido de este mundo.
En la cuenta de un diputado aparece un insulto que él amplía: “Por 155 monedas de plata”. Un excombatiente que estuvo en primera fila el día nefasto del empate infinito de la CUP que echó a Artur Mas, productor de esta serie, colocó en su Twitter una fotografía del president cayéndose; le daba, eso sí, la oportunidad de que se levantara, y cuando se levantó de su traición en marcha el cupaire volvió a poner en ese espacio la acostumbrada imagen del rey Felipe VI al revés.
En ese espacio de tiempo algunos catalanes expresaron especulaciones o esperanzas; y no solo catalanes. En esos momentos yo estaba con un gallego y con un italiano. La radio, la televisión, las webs, se comportaban en sentido inverso a aquellas reacciones (“¡traidor, a ver cómo te portas, Puigdemont!”) y ellos comentaban el alivio que suponía lo que pareció noticia del año y fue otra vez lo mismo. El alivio sucede al miedo; éste es ese sentimiento que se agarra al corazón pero se sitúa en el estómago. Ocurre junto al quirófano o, para muchos, en el momento en que despegan los aviones. En el caso que nos ocupa el miedo es una bola muy concreta en el estómago y tiene que ver con el miedo de todos, no sólo el miedo personal, la preocupación por unos determinados seres a los que quieres y que pueden estar en peligro. El miedo es a lo que se llama fin o sangre o guerra.
Lo que había era la esperanza de que acabara el miedo. Se decía: al fin, la razón pacifica el drama. A las cinco de la tarde se regresó a la casilla de salida y el insulto volvió a ser el de antes. Lo que ocurre con Twitter, y con los insultos en general, es que nunca se borran. Pensé en aquel conseller que escapaba de las cámaras, de la foto inclinada del president, de las 155 monedas de plata; de los gritos en Sant Jaume, botifler, traidor. Por la mañana llamé a una de los amigos de Barcelona para saber cómo se sentía después de que el miedo fuera esperanza o alivio. No puedo reproducir lo que escribió en su mensaje nervioso y triste, atemorizado. Los que insultaron a Puigdemont señalarán con el dedo, el miedo vuelve a envolver en plata las monedas del odio. Este clima civil pondrá etiquetas tristes en la puerta de los que no están de acuerdo. “De vegadas la pau”, cantaba Raimon, “no és més que por” (“A veces la paz no es más que miedo”). Lo que hay es miedo, ya no hay ni paz.
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