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Tribuna
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Constitución y autogobierno

El vilipendio de la autonomía real en aras de la soberanía imaginada pone de manifiesto la renuncia de los nacionalistas catalanes al catalanismo político; la autonomía es consustancial al proyecto catalanista

Artur Mas, expresidente de la Generalitat
Artur Mas, expresidente de la GeneralitatEFE

 El 23 de enero del 2013 el Parlament aprobaba una declaración que atribuía a Cataluña el carácter de “sujeto político y jurídico soberano” y le otorgaba un inexistente y vaporoso “derecho a decidir”. A pesar de que poco después el Tribunal Constitucional la declararía inconstitucional porque la Constitución atribuye con carácter exclusivo la titularidad de la soberanía nacional al pueblo español, la llamada declaración de soberanía de Cataluña -aprobada nada más empezar el segundo mandato de Artur Mas- puede considerarse como el punto de partida del proceso separatista.

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Desde entonces políticos y opinantes nacionalistas se han hartado de repetir que Cataluña es sujeto de soberanía, y cuando alguien osaba recordarles que no, que de acuerdo con la Constitución Cataluña no es sujeto de soberanía sino de autonomía política se indignaban como si reivindicar el carácter autonómico de Cataluña fuera un anacronismo, casi un insulto al pueblo catalán. La distinción no es baladí, pues instituir unilateralmente el carácter soberano del pueblo catalán supone -por decirlo en términos de Bodino- situarlo más allá del orden jurídico puesto que el soberano es el que establece dicho orden. Y eso es precisamente lo que dicen las llamadas leyes de desconexión aprobadas por el Parlament el 6 y el 7 de septiembre, que sitúan las decisiones políticas de la Cámara catalana por encima de la Constitución y del Estatut, lo que implica la derogación de facto en Cataluña del Estado de derecho y de la soberanía del pueblo español, pero sobre todo de la autonomía del pueblo catalán que reconoce y garantiza la Constitución.

La caricaturización de la autonomía como una ficción ha sido, junto con la deslegitimación de la Transición y el desprecio de la Constitución, una de las principales divisas del procés. Así, se habla de dejar atrás la “lógica autonomista” y se señala despectivamente a Santi Vila como el “candidato autonomista” que podría tomar las riendas del PDeCAT tras el probable fiasco de la vía rupturista, y el propio Vila se apresura a decir que “el autonomismo ha muerto en Cataluña”: ¡Vade retro! Puigdemont, Junqueras y compañía se pasan el día diciendo que tenemos una autonomía de fireta, de tres al cuarto, aunque después son los primeros en sacar pecho cuando la realidad descubre que el autogobierno de Cataluña es notable. Lo vimos tras los atentados yihadistas de agosto en Barcelona y Cambrils. Puigdemont dijo que la respuesta de los Mossos, que dirigieron la investigación en el ejercicio de sus competencias como policía integral en Cataluña, demostraba que “estamos preparados para asumir responsabilidades”. Por una vez, Puigdemont se salió del guion victimista y, aunque sin duda de forma inconsciente, se le escapó una reivindicación en toda regla de la autonomía catalana que hasta entonces y desde entonces no ha hecho más que denostar.

Los poderes centrales son protectores del individuo y de las minorías contra las posibles extralimitaciones de los poderes autonómicos

El vilipendio de la autonomía real en aras de la soberanía imaginada pone de manifiesto la renuncia de los nacionalistas catalanes al catalanismo político, pues la autonomía es consustancial al proyecto catalanista. De hecho, no parece exagerado afirmar que el Estado autonómico es la culminación de ese proyecto teorizado por Valentí Almirall en Lo Catalanisme (1886), que, en contra de lo que sostiene el revisionismo que todo lo reinterpreta para justificar la secesión, nunca fue una idea exclusivista sino una propuesta extensible “a les demés regions” que dé como resultado “un sistema complet i harmònic d’organització dintre d’Espanya”. El Estado de las autonomías, ni más ni menos.

Ahora, quienes llevan años renegando de la autonomía se rasgan las vestiduras cuando el Gobierno central, con el beneplácito del PSOE y de Ciudadanos, anuncia la activación del artículo 155 de la Constitución para restablecer en Cataluña el orden constitucional y estatutario que los partidos independentistas liquidaron en el Parlament los días 6 y 7 de septiembre. Parece que ahora descubren que la autonomía no era una ficción, que no era de fireta, sino real, extensa y profunda. Pero se enfrentan al problema de que, para justificar su deriva rupturista, han adulterado tanto la realidad mediante “hechos alternativos” que su postrera reivindicación de la autonomía resulta cuando menos paradójica, por no decir grotesca.

En un Estado compuesto como el nuestro un autogobierno amplio y fuerte favorece la libertad de las diferentes comunidades protegiéndolas de las posibles extralimitaciones de los poderes centrales del Estado, pero -como dice Alexander Hamilton en El Federalista- los resultados de un sistema basado en la descentralización política solo serán buenos en la medida en que las distintas partes no puedan llegar a destruir la legítima y necesaria autoridad del conjunto. A este tenor, los poderes centrales son protectores del individuo y de las minorías contra las posibles extralimitaciones de los poderes autonómicos con los que están en relación inmediata y directa. Es urgente reponer en Cataluña el orden constitucional y recuperar el autogobierno, pilares fundamentales e irrenunciables de nuestra libertad y convivencia.

Ignacio Martín Blanco es periodista y politólogo.

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