La forma de una ciudad y el corazón de un mortal
Nicholas Nixon ha retratado todas las escalas de la urbe: desde la vida cotidiana hasta los cambios radicales en las calles. Una muestra de su trabajo revela cómo el hombre es la célula de todo espacio
Como todo gran fotógrafo, Nicholas Nixon (Michigan, 1947) retrata lo invisible con lo visible. Las dos caras de cualquier realidad, la riqueza de la experiencia, la solidez de la madurez, el riesgo de la innovación y la incomodidad de los recién llegados. Los estragos del tiempo y las expectativas de ese mismo tiempo están presentes tanto en su obra más conocida, Las Hermanas Brown, como en las imágenes que atestiguan la lenta transformación de Boston o la inquietante y plácida vida cotidiana de interiores domésticos y hospitalarios.
Así, los retratos anuales de las hermanas de su mujer, Beberly Brown (Bebe) construyen una novela visual en la que los gestos, los peinados, la actitud, las miradas, los embarazos o los abrazos narran la vida de cuatro norteamericanas desde 1975 hasta hoy. Lo mismo sucede con las ciudades.
Lo cotidiano queda retratado con la espontaneidad de quienes posan ante la cámara o la dejan pasar como si no la vieran llegar. También la lentitud, la tranquilidad, forma parte de esa normalidad que nos acerca lo retratado: ya sea una familia o un enfermo, un anciano o un edificio.
En esta amplia muestra, la mayor retrospectiva hasta la fecha, comisariada por el conservador jefe de fotografía de la Fundación Mapfre, Carlos Gollonet, contrasta la cercanía de los retratos con la frialdad de los espacios fotografiados en Boston o Nueva York. Una de las primeras series de Nixon, Vistas de ciudades, ya observaba la urbe desde una altura no humana. Para entonces, el fotógrafo ya había elegido un formato, 8 x 10 pulgadas, y una cámara en la que el negativo es tan grande que no requiere ampliación. Esa técnica es la que logra la extraordinaria nitidez, la frialdad, de esas vistas urbanas y, posiblemente, explica el comisario, lo que las llevó a formar parte de una de las exposiciones más influyentes del siglo XX, New Topographics: Photographs of a Man-altered Landscape, que organizó la George Eastman House en 1975.
“Nixon no prepara las escenas, participa de ellas”, señala Gollonet. Los márgenes del río Charles en Boston o los porches de los barrios pobres de Kentucky, la vida cotidiana de urbes y personas se entrelazan en la cámara de este gran observador que ha sabido mirar con respeto y paciencia, tratando de desvelar y en absoluto preocupado por impactar. El acercamiento físico a los ancianos —de asilos en los que Nixon trabajó como voluntario— o a personas con SIDA trazan una crónica honesta de los dramas cotidianos que con frecuencia dejamos de ver. Nixon no deja de ver. Esta muestra lo describe como un autor de largo recorrido que vuelve sobre sus obsesiones: los lugares, las personas, los mismos lugares, las mismas personas que el paso del tiempo ha transformado en otros. La exposición puede verse en la sede madrileña de la calle Bárbara de Braganza hasta el 7 de enero. Y es un viaje en el tiempo, en el espacio, y en el interior de cada uno.
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