¿Hay salida?
El soberanismo ha llegado hasta donde le permiten las fuerzas que tiene hoy
Cuando el proceso independentista empezaba a enfriarse, en buena parte por efecto de inquietantes noticias y movimientos económicos, la encarcelación de Jordi Sànchez y Jordi Cuixart ha vuelto a encender los ánimos. Es este un conflicto ciclotímico, que pasa de la euforia a la frustración en momentos.
Sin embargo, estos días en que las llamadas a la prudencia dentro del propio soberanismo coincidían con síntomas de cansancio por la omnipresencia en la sociedad del “monotema” y de miedo a que la economía se desballeste y la aventura salga muy cara, la pregunta que más se repite en Barcelona es: ¿Ves una salida? Nadie la encuentra: mírese donde se mire, se ve un muro: una parte quiere negociar la república y la otra solo admite la rendición.
Hay lecciones de la historia que sería bueno no olvidar. Cuando se emprende una política de cambio trascendental hay que asegurarse de que se dispone de las condiciones para hacerla posible. De lo contrario, pueden desencadenarse un montón de efectos no deseados. El soberanismo ha llegado hasta donde le permiten las fuerzas que tiene hoy. ¿Cómo frenar sin desmoralizar a los suyos? Esta es la aporía de Puigdemont, que le lleva a la búsqueda permanente de soluciones imaginativas, para prolongar el juego.
Cuando por cálculo interesado o por incomprensión se renuncia a afrontar políticamente un problema de esta envergadura, como ha hecho el Gobierno español, es difícil mantenerlo en el marco del debate democrático. Para ello se necesita ser, por lo menos, dos y no negar el reconocimiento a la otra parte. Al priorizar la vía judicial, con altos costos de reputación para la justicia, el PP ha optado por un camino que inevitablemente conduce a las medidas de excepción. Parece llegada la hora de la aplicación del artículo 155. Una auténtica caja de Pandora que hasta ahora nadie había abierto. Una vez se ponga en marcha, es imprevisible cómo se ejecuta y cómo y cuándo acaba. Sin duda puede servir para bloquear el proceso independentista. El Estado tiene fuerza y recursos sobrados para ello. Pero no es una salida. Cuando se restablezca la normalidad autonómica el soberanismo seguirá allí y el desapego y el resentimiento serán mucho mayores todavía.
Unos y otros miran a Europa, como lugar que triangule el conflicto a su favor. Pero es una crisis de la democracia española y es aquí donde se tiene que resolver. Sería triste que el resultado final de los diversos procesos de cambio que se abrieron en 2011 no fuera la regeneración del régimen sino una gran restauración conservadora. No sería un éxito del Estado, sería un triunfo del PP, con el apoyo de un PSOE que, bloqueado por sus desventuras internas, ha perdido la oportunidad de ser puente. Ha preferido ser pilar.
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