Vivo en la carretera
NUNCA APARCO en un blues, eso no. Pero por lo demás, si mi vida tuviera una sintonía en las últimas semanas, sería esta canción de Miguel Ríos.
Como casi todo, esto empezó antes de la crisis y aquella catástrofe lo cambió para siempre. Habituados a un ritmo de presentaciones y entrevistas regular, que se repetía libro tras libro sin grandes cambios, los escritores tuvimos que aprender a vivir en el vaso de una batidora gigantesca, dando vueltas y vueltas sin parar, acumulando billetes de tren y de avión sobre el escritorio, despertándonos de madrugada en una cama extraña, en una habitación de hotel distinta a la de la noche anterior. ¿Dónde estoy? Durante unos segundos, esa pregunta llega a hacerse angustiosa. A veces, incluso después de encender la luz de la mesilla, hacen falta otros tantos segundos para reconstruir el trayecto que ha dado con nuestro cuerpo en las sábanas que lo envuelven.
Hay que apoyar a los libreros, nos dicen, y eso es absolutamente cierto. Las librerías se han convertido en trincheras, baluartes de un antiguo negocio que hoy es algo más, un símbolo de la cultura tal y como la hemos conocido hasta ahora. Sus dueños se han convertido en animadores, agitadores de la literatura, y sus vidas han cambiado tanto como las nuestras. Ahora cuentan cuentos, dibujan murales, dominan las redes sociales, hacen magdalenas en el horno de la cocina de su casa para invitar a sus clientes y hasta cantan si hace falta. Todo por los lectores, esa casta heroica que resiste a viento y marea en territorio hostil.
Hace un siglo, la literatura era la única puerta hacia lo maravilloso que estaba a disposición de un porcentaje importante de la población.
Hace un siglo, la literatura era la única puerta hacia lo maravilloso que estaba a disposición de un porcentaje importante de la población. Actualmente, cualquiera tiene en su casa seis o siete puertas gratuitas y a todo color, que no requieren más esfuerzo que sentarse en un sofá y apretar un botón. No piden mucho, tampoco lo dan, y sin embargo es tan fácil usarlas que la imagen de cualquier persona que empuja la puerta de una librería, solo o en compañía, para pasar media hora mirando las portadas de los libros que reposan sobre las mesas, leyendo las contraportadas, mirando las solapas, tomándolos entre las manos para calibrar su peso, su espesura, su olor, escogiendo al fin el que va a llevarse a casa para sumergirse inmediatamente en sus páginas, es una de las imágenes más conmovedoras que hoy existen.
Los escritores, los libros, las librerías no existirían sin lectores. Lo sé, y me alegro infinitamente de encontrarme con ellos. La emoción de mirarlos a los ojos, de uno en uno, compensa las habitaciones de hotel, los madrugones, los paseos a medianoche por aeropuertos inhóspitos en pos del último vuelo, que siempre se retrasa y siempre es el que estoy esperando. Tú no me conoces, me dicen de vez en cuando al acercarse a la mesa, pero yo a ti sí, te conozco muy bien, y llevan razón. Entonces recuerdo a todos los escritores a quienes yo conocí cuando era una simple lectora, aquellos a quienes miraba de lejos en las Ferias del Libro de mi juventud, y comprendo que soy una mujer muy afortunada, que tengo mucha suerte, muchos motivos para estar agradecida a mi vida y a la de todos los hombres, todas las mujeres que leen mis libros.
Todo eso es maravilloso, pero como no sé muy bien en qué día vivo, de repente me acuerdo de que el siguiente es jueves, o viernes, y de que tengo que escribir una columna, o dos. El privilegio de poder opinar en público se convierte entonces en una condena repentina, que me obliga a fabricar una burbuja en medio del ruido para pensar qué voy a contar, sobre qué y cómo voy a escribir y, sobre todo, cuándo podré hacerlo. Por desgracia para todos y suerte para mí, la actualidad es últimamente una fuente constante de malas noticias que facilitan bastante mi tarea.
El artículo que ustedes están leyendo es otra cosa. Suelo disfrutar mucho de la libertad con la que lo escribo cuando tengo tiempo, un fin de semana descansado por delante. Cuando no, exige de mí mucho más que un comentario. Y les aseguro que esta mañana lo he intentado todo, pero no se me ha ocurrido nada. Por eso, en lugar de contarles la vida de los demás, les he contado la mía.
Ya saben, vivo en la carretera.
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