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El espectáculo de uno mismo

Getty
Martín Caparrós

EMPIEZAN POR DESPOJARTE de ti mismo. Te convierten en un sujeto desnudo, desposeído, desarmado —­un sujeto en camisolín quirúrgico— y te ponen una etiqueta con tu nombre en la muñeca, para que alguien, si acaso, pueda saber quién eras. Después te hacen preguntas que no son preguntas sino preguntitas: el mundo paramédico es un pantano de diminutivos. Y tu cuerpo pasa a ser el lugar donde se cumple un protocolo: no, eso hay que hacerlo así, lo dice el protocolo. Un lugar sin necesidades particulares sino generales: lo dice el protocolo. Un lugar adocenado: un cuerpo allí donde los cuerpos se procesan. Entonces te preparan —te afeitan, te pinchan, te intuban, te asustan— como dice el protocolo, y te dicen que esperes. Esperas. No sabes qué esperas. El poder médico, como todo poder, se nutre en la ignorancia.

—Sí, ya en cualquier momento lo llevamos.

Te dicen mientras miran números y rayas. No te miran: miran los números y rayas. Eres una molestia en medio de los números y rayas y metales y plásticos: ahora los lugares para morirse o evitarlo justo suelen ser limpitos, pura técnica, pantallas, camas eléctricas que otro usó para morirse o evitarlo justo poco antes. El infierno de ahora hierve de bips y lucecitas verdes y máquinas y máquinas.

—Esa es la arteria circunfleja.

Eres una molestia en medio de los números y rayas y metales y plásticos: ahora los lugares para morirse o evitarlo justo suelen ser limpitos, pura técnica.

Te dirá después el cirujano jefe señalando una arañita negra en la gran pantalla de rayos X del quirófano, y no pensarás que estás accediendo al lugar más lejano, más recóndito, más tabú del mundo: el lado de adentro de tu cuerpo. No pensarás, claro, porque estarás medio dopado, pero si lo pensaras, quién sabe, no sabrías soportarlo. Es tan raro mirarse el corazón; tantos miles de millones nunca pudieron mirarse el corazón, murieron sin haberlo visto.

Lo vio vivo, latiendo, un médico alemán de 25 años, Werner Forssmann, que en 1929, como solían hacer en esos tiempos, experimentó consigo mismo: se insertó un catéter en una vena de su brazo y empujó, y lo fue llevando hasta su aurícula derecha. Cuando creyó que estaba allí subió unas escaleras hasta radiología, se miró, confirmó. Poco después lo echaron del trabajo, se hizo urólogo y nazi.

Pero su técnica quedó: durante décadas se usó para diagnosticar problemas circulatorios. Y hace 40 años y unos días otro alemán, Andreas Gruentzig, que había tenido que instalarse en Suiza porque en su país no lo dejaban experimentar, consiguió meter en una arteria un globo que se inflaba para abrirla: fue el principio de un cambio radical. Hasta entonces, un paciente con una arteria taponada se moría o le abrían el pecho en dos; desde entonces, la operación se fue haciendo más simple, más incruenta. El stent, una malla que se deja allí para mantener abierto el conducto, empezó a usarse hace 30 años; ahora lo llaman angioplastia coronaria, porque los médicos hablan un idiolecto pensado para que no podamos entenderlos, y se colocan millones cada año en todo el mundo y ya casi nos parece normal.

Nos parecen normales tantas cosas: perdemos tan rápido la capacidad de recordar que podemos hacer cosas que hace unos años ni siquiera deseábamos. A mí me gusta mantener esa conciencia: tener presente que es nuevo lo que es nuevo. Pero me preocupa esta posibilidad de mirarse lo interior del cuerpo. A veces pienso que si pudiera asistir a lo que pasa allí no podría hacer más nada: que ese espectáculo sería tan fascinante, tan aterrador, tan exigente para su único espectador interesado que no podría distraer su atención ni un segundo. Que la fascinación sería completa: que no habría nada más o mejor en el mundo. Que en esto, como en tantas otras cosas, la imposibilidad es condición indispensable. Que, por ahora, tener piel nos salva.

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