Lo empatado, lo perdido
No es lógico lamentarse ahora de que el Estado de Derecho desaparezca de lugares en los que ni siquiera estaba el Estado.
El 1-O ha servido para muchas cosas, todas ellas excitantes. La primera y más importante ha sido comprobar que gran parte de Cataluña se fue hace años de España sin avisar, de puntillas, tras desmantelar con ayuda del propio Estado cualquier estructura que evocase la nación a la que pertenece. No sólo no hay rastro de España en ningún ámbito sino que hay gente para la que esa palabra es tan del pasado como puede serlo para un filipino; en su caso, una herida asociada al franquismo que empezó a olvidarse después del 78. Con una ley de transitoriedad tan avanzada que es probable que los primeros sorprendidos del referéndum ilegal del domingo fuesen ellos.
Esa independencia de facto nunca molestó fuera de Cataluña, donde la desconexión sentimental siempre se ha tolerado con un punto morboso, como cuando Pujol fue a Madrid a recoger el título de Español del Año. Al fin y al cabo ser español administrativamente es algo que suele ser restregado a los independentistas usando el “mírate el DNI” para resolver cualquier debate. Hoy resulta que hay gente que cree que sólo le falta eso, hacerse un DNI, para fundar un país. Y que hay decenas de municipios en los que no se está decidiendo el día en que Cataluña se declarará independiente, sino desde cuándo lo es. No parece lógico lamentarse de que el Estado de Derecho desaparezca de lugares en los que ni siquiera estaba el Estado.
Donde sí está, como en Barcelona, pierde otra batalla simbólica. El Gobierno ha tenido años para preparar algo anunciado desde 2010, y cuando llegó el momento se presentó por mar, como el comercio. La imagen de una ciudad con barcos llenos de fuerzas de seguridad del Estado en su puerto deja el aire cinematográfico de los navíos británicos anclados frente a Nassau en Black Sails: la reconquista de un territorio, los preparativos de una invasión. Imágenes y gestos que o bien proyectan lo contrario de lo que se pretendía, o bien confirman lo que se sospechaba: que España está en un amarre.
Desde que la Generalitat anunció que no cumpliría la ley, el Gobierno ha tenido oportunidades para hacerla cumplir y la Generalitat para dejar de incumplirla. Todo lo que ha seguido desde el 6 de septiembre ha sido resultado de la política, y todo lo que está siguiendo a partir del 1 de octubre es resultado del fracaso de la política. Mientras, fuera de España se ha trasladado una imagen aún peor para los intereses del Gobierno que las cargas policiales, al fin y al cabo todos sus socios tienen su propio sótano. Esa imagen es la de Cataluña como un todo independentista: un nombre que al pronunciarse evoca inmediatamente la reivindicación de una mitad de la ciudadanía sin saber siquiera que existe otra. Un triunfo del relato soberanista que no ha empezado por Europa, sino desde hace muchos años por España.
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