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Tribuna
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Las preguntas del día después

Lo que el nacionalismo pretende es construir un Estado confederal en el que cada territorio elige el paquete que le conviene y el gobierno central se define por residuo. El modelo es bilateralidad, privilegio financiero y excepcionalidad cultural

ENRIQUE FLORES

A propósito de la sentencia del Estatut escribí que el nacionalismo catalán creía haber llegado a su momento en la historia. Las fronteras internacionales solo se abren en tiempos de cambio revolucionario como los vividos con la caída del imperio soviético, la consiguiente gran ampliación de la Unión Europea y su consolidación como una entidad política supraestatal que ofrece servicios históricamente reservados al Estado moderno: seguridad y defensa, ciudadanía, comercio y moneda. Esa convicción se ha plasmado en un golpe al Estado constitucional de la España de las autonomías.

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Ante el fracaso colectivo de un Estado presuntamente fallido, todos buscamos culpables. Parecía que los protagonistas de la Transición habían dado con la fórmula mágica: un nivel de descentralización sin precedentes, una autonomía administrativa, cultural, educativa, económica y política máxima que en la práctica ha hecho realidad aquella ocurrencia del Fraga nacionalista gallego, la Administración única. Porque, efectivamente, España ha desaparecido de nuestras comunidades autónomas, no solo de las gobernadas por nacionalistas, ni siquiera de las gobernadas por la izquierda. Pero no ha sido suficiente.

Los nacionalistas son coherentes; somos los demás los que actuamos con ingenuidad y simpleza

El contacto con los ciudadanos ha quedado completamente en manos de los Gobiernos autonómicos, que no solo ofrecen los servicios básicos, como orden público, sanidad, educación o asistencia social, sino que hacen política exterior, comercial, de atracción de inversiones, cultural o deportiva. Todo desde la perspectiva de la diferenciación y el cultivo de la conciencia e identidad propia. Ese no era el diseño original de la Constitución del 78. No tenía por qué haber sido así, pero ha resultado la consecuencia inevitable de: (i) el referéndum andaluz, que acabó con los hechos diferenciales y nos trajo café para todos, (ii) la aritmética electoral, un café cada vez más cargado siempre que la formación de Gobierno caía en manos de los nacionalistas por la incapacidad de entendimiento de los partidos nacionales, y (iii) un Tribunal Constitucional siempre dispuesto a acomodar las peticiones nacionalistas, recuérdense las sentencias sobre la LOAPA o de los idiomas propios como vehiculares en la educación. Podía haber funcionado si los dos grandes partidos hubieran renunciado a utilizar a los nacionalistas como partido bisagra y hubieran aceptado la regla de que gobierna el que más votos o escaños obtiene. Podía también haber funcionado si los partidos nacionalistas hubieran exhibido lealtad a la España constitucional, lo que les hubiera exigido su modernización y renuncia explícita al programa máximo, similar al PSOE con el marxismo o la condena al franquismo del PP.

En estas condiciones lo único sorprendente es que no hayan aparecido más partidos nacionalistas. Éxito relativo de una miope estrategia de apropiación del ideario nacionalista por socialistas y populares en muchas comunidades. Era cuestión de tiempo que un partido nacionalista le echara un órdago a la España constitucional. Lo intentó el PNV con el Plan Ibarretxe, pero entonces la realidad política era bien distinta. Lo intentan ahora los partidos catalanistas porque huelen sangre: un Gobierno débil, cuestionado por la crisis y la corrupción, una oposición inestable y preocupada por asegurarse un sitio ante los nuevos partidos, una Europa confusa ante el terrorismo y la inmigración, unas fuerzas revolucionarias como falanges de choque para crear miedo y silencio.

Piensan que todo es posible e intuyen que su atrevimiento tendrá premio porque, en el peor de los casos, al día siguiente habrá que negociar un nuevo marco de relaciones entre Cataluña y España. Un nuevo marco que parta de tres principios aparentemente obvios: la bilateralidad en lo político, el privilegio en la financiación y la excepcionalidad en lo cultural y lingüístico.

La paradoja de la desigualdad bien se puede aplicar a Cataluña. Nunca en la historia, ni siquiera en los años míticos de su leyenda, han gozado los ciudadanos de Cataluña de más libertades, de más autonomía, de más capacidad de decisión, de más competencias políticas, de más capacidad de gasto, de más reconocimiento internacional. Nunca España ha hecho tanto para que se reconozca a Cataluña. Pero todo ese esfuerzo solo ha provocado desencanto, desafección, ansias de independencia. Porque no son diferentes, porque tienen los mismos derechos y deberes que cualquier otro ciudadano español, que cualquier comunidad autónoma. Eso es una afrenta intolerable. No pueden unilateralmente cambiar el sistema de financiación. No pueden determinar la posición internacional de España en el debate europeo. No han sido capaces de tejer una red de alianzas y complicidades y han decidido romper la baraja, ante la ingenuidad, silencio o complicidad de muchos.

España ha hecho mucho para que se reconozca a Cataluña. Pero no quieren ser iguales

Tres son las áreas de negociación propuestas. La más sencilla aparentemente, un nuevo sistema de financiación que acabe con el agravio catalán. Parece un tema menor, pero supone alterar el equilibrio de transferencias interregionales. ¿Qué nos hace suponer que las demás comunidades aceptarán un acuerdo bilateral entre el Estado español y Cataluña? ¿Qué recibirían a cambio? Solo cabe pensar en un acuerdo que vacíe aún más de capacidad económica al Gobierno central. Ese es quizás el objetivo final. Pronto nos tendremos que plantear en España cuestiones de absoluta actualidad en Europa, como la capacidad de la Unión para hacer política de estabilización macroeconómica, o de cohesión y solidaridad.

Sobre las otras áreas de negociación, el idioma y el encaje de Cataluña en España, poco puedo añadir. Pero requieren un cambio constitucional y nada hay que garantice que el acuerdo final sea posible, evite la voluntad de secesión y obtenga mayor apoyo electoral que la Constitución del 78. Porque ya fue difícil el equilibrio entre visiones opuestas del grado de descentralización deseable. Y no parece que la experiencia autonómica haya sido incuestionable. Más bien han aparecido múltiples argumentos para recentralizar orden público, educación y urbanismo.

Ese es el debate del día después, construir un Estado confederal, una España a la carta en el que cada territorio elige el paquete que más le conviene y el Gobierno central se define por residuo. No hay ningún precedente histórico de una nación soberana que tras haber configurado un Estado moderno se haya deslizado hacia la Confederación. Máxime cuando la Confederación es una mera figura transitoria hasta que la Unión Europea se convierta en una Unión de pueblos y naciones haciendo innecesaria la Confederación Hispánica. Los nacionalistas son coherentes y perseverantes. Somos los demás los que nos debemos reprochar ingenuidad y simpleza, tactismo y miopía política, porque ¿cómo es posible hacer una España sin españoles?

Fernando Fernández Méndez de Andés es profesor de Economía del IE Business School.

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