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Gil Parrondo, el legado de una leyenda del cine

Gil Parrondo, durante el rodaje de 'La caída del imperio romano', en 1963.
Gregorio Belinchón

EL DESPACHO SIGUE tal y como él lo dejó. Solo faltan los rotuladores y bolígrafos, que han acabado en manos de sus nietas. Todo está como si Gil Parrondo hubiera salido a dar uno de sus habituales paseos por Madrid y no hubiera fallecido la pasada Nochebuena, a los 95 años.

La estancia es pequeña. La envolvente estantería de madera —un mueble que rodea al visitante y que solo deja dos respiros, el de la puerta y el de la ventana a una enorme plaza del barrio de Argüelles— rebosa de archivos y libros de trabajo escrupulosamente ordenados. En el centro del despacho hay una inmensa lámpara de la que cuelga —o asciende, según se mire— una planta, otra de las pasiones de Parrondo. En las baldas, los nombres de las carpetas sobrecogen a cualquier cinéfilo: Orgullo y pasión, Viajes con mi tía, La caída del Imperio Romano, Patton, Doctor Zhivago, Lawrence de Arabia… Allí se archiva toda la documentación que usó para la escenografía de aquellos clásicos. Los cajones custodian sus dibujos de monjitas, que realizaba como divertimento sobre cualquier papel que cayera en sus manos, esbozos, notas… Como los diseños para 33 días, la película sobre la creación y ejecución del Guernica, que tendría a Carlos Saura como director y a Antonio Banderas como actor protagonista encarnando a Pablo Picasso. Parrondo dejó perfectamente ejecutados los decorados para cada secuencia. Solo a la espera de que se pueda rodar algún día.

Boceto para la película sobre Picasso, último trabajo de Parrondo.

En apenas 12 metros cuadrados caben 70 años de carrera y de historia del cine. Curiosear por esta habitación es asomarse al mundo y al corazón del primer español que ganó dos estatuillas de Hollywood. Las logró quizá demasiado pronto, cuando el premio no levantaba la algarabía mediática que provoca hoy. Los dos oscars en 1970 y 1971 —por Patton y Nicolás y Alejandra, ambas dirigidas por Franklin J. Schaffner— y los cuatro goyas —todos por películas de José Luis Garci— descansan tras una puerta, en el salón familiar, junto con los diplomas correspondientes a estos y otros premios. Nunca le importaron mucho los galardones, aunque a su familia sí le dolió que no apareciera su rostro en el último In Memoriam de los Oscar. Preguntada por esta ausencia, la Academia de Hollywood responde que sí se ve su rostro en la versión larga del vídeo. “Por desgracia, tenemos restricciones de tiempo en la retransmisión televisiva y no podemos incluirlos a todos. Gil aparece en la versión que mostramos online”. Poco resulta para alguien a quien el director de cine estadounidense Richard Lester, con el que colaboró en tres ocasiones, define así: “Irreemplazable, inolvidable, el hombre que con unas sogas viejas y una caja de linternas de barco recreaba un galeón del siglo XVII”.

Fotografía dedicada de Nicholas Ray (1960).

Gil Parrondo se curtió en el cine de la posguerra española. Escaló posiciones hasta la jefatura de equipo de departamentos artísticos. Él odiaba esa expresión. Prefería la de decorador, y así se refería a sí mismo. La fama le llegó con el desembarco de estadounidenses en España durante los años cincuenta, sesenta y setenta. Sabía inglés, era muy bueno en su trabajo, conocía cada rincón utilizable para rodar una película y sabía simular cualquier escenario posible. En su despacho todavía hay carpetas con rótulos como “castillos”, “balnearios” o “conventos”, repletas de fotografías de tales edificaciones, y una colección de libros que desmenuza cada paisaje y arquitectura local provincia a provincia. España no tuvo secretos para él.

Llegó al cine por pasión. Nacido como Manuel Gil Parrondo en Luarca (Asturias) en 1921, su familia se trasladó a Madrid cuando él tenía ocho años. Su adolescencia durante la Guerra Civil fue una época en la que alimentar su pulsión por el cine. De aquellas vivencias quedan rastros en su oficina, como cuatro fotos de las que denominaba “mis chicas”: Rita Hayworth, Marlene Dietrich, Jean Harlow y Greta Garbo. Aquel descubrimiento de la vida lo recoge Fernando Fernán Gómez en Las bicicletas son para el verano (1984). De ahí la alegría de Gil Parrondo cuando Jaime Chávarri le llamó para su adaptación cinematográfica. El espigado chaval protagonista, recuerda Chávarri, “era también Gil”. “En Las bicicletas llenó la película de pequeños detalles que él recordaba de su adolescencia”, cuenta Chávarri. “Durante toda su vida fue un miniaturista, un dibujante maravilloso, y además estaba presente en el rodaje mejorando, ayudando. Como persona, era un encanto. Parece mentira que alguien tan bueno llegara tan lejos”. El director trabajó además con él en Bearn o la sala de las muñecas (1983). “El trabajo más bonito y en el que más disfrutamos”, recuerda Yvonne Blake, diseñadora de vestuario.

Estantería con sus premios. En la segunda foto, Gabi Insua, su viuda. / SOFÍA MORO

Blake, actual presidenta de la Academia de Cine Español, conoció a Parrondo en los años sesenta, cuando coincidieron en Duffy, el único, el primer rodaje de ella en España. “Era un hombre muy educado y un mapa andante de este país. Nos tuvimos mucho cariño, me ayudó muchísimo con todo tipo de documentación para cada trabajo que hicimos juntos”. Blake ganó también un Oscar en su categoría por Nicolás y Alejandra (1971). Para ella es el trabajo más complejo de su carrera. “Gil nunca rechazaba encargos. En su mesa siempre había películas por empezar”.

¿Por qué nunca dio el salto definitivo a Hollywood? Blake cree por su familia. “No la veía durante meses entre rodajes y localizaciones. Y luego quería pasar mucho tiempo con ellos, cuidarlos”. Jaime Chávarri apunta en el mismo sentido. “Sus mejores armas fueron su dominio de la geografía española y su habilidad como constructor, capaz de reutilizar decorados sin que ni el director se percatara”, cuenta el cineasta. “En Hollywood le hubiera valido su talento como decorador, pero era muy madrileño. Le ataban mucho su vida familiar y sus amigos en Madrid. Disfrutaba demasiado de los paseos por la capital”. Otro de sus mejores colaboradores y amigos era Julián Mateos, en cuyo almacén de la calle del Olmo —una inmensa cueva de Alí Babá— solía encontrar todos los muebles y objetos que necesitaba. Sus amigos recuerdan a Mateos y Parrondo juntos, matizando con detalles los decorados, a la búsqueda de la recreación perfecta.

Notas y dibujos de monjas. Todo se conserva como Gil Parrondo lo dejó.

Parrondo conoció muchas caras de Madrid. Durante los tres años de la Guerra Civil, los de su adolescencia, estudió pintura y arquitectura en la Real Academia de San Fernando. Pero su pasión por el cine recondujo sus pasos. Empezó como ayudante de decorador en películas de Florián Rey, uno de los grandes de la época, apadrinado por Sigfrido Burmann, quien le enseñó el oficio. En 1953 debutó como jefe de equipo (responsable de la dirección artística) con Jeromín, de Luis Lucia. Dos años más tarde ya trabajaba en películas de los cinco estudios que había entonces en Madrid y compatibilizaba títulos como la obra maestra Los peces rojos, de José Antonio Nieves Conde, con la extraña joya de Orson Welles Mister Arkadin. Cuando desembarcó en Madrid el productor estadounidense Samuel Bronston, empezó a colaborar en superproducciones. Durante seis años de trabajos mastodónticos, con títulos como Alejandro Magno, Orgullo y pasión o El Cid, Parrondo lució sus mejores armas, recomendando las localizaciones adecuadas para cada secuencia y levantando decorados sorprendentes.

Rodaje de Begin the Beguine (1981). Desde la izquierda, Benito Rabal, Pedro Calderón, Gil Parrondo, A. Patón y J. L. Garci.

La colaboración con David Lean llegó con Lawrence de Arabia (1962) y Doctor Zhivago (1965): Gil Parrondo fue el responsable directo de la recreación de Moscú cerca de la madrileña calle de Arturo Soria. Hubiera sido su tercer Oscar, pero su nombre no aparece en los títulos de crédito de ambos filmes, en los que John Box encabezaba la dirección artística. “Yo rodé siete veces en España, pero descubrí tarde a Gil”, rememora el realizador Richard Lester. “Cuando el dinero estaba a punto de acabarse o un diseñador inglés entraba en crisis, él se ponía al mando y con unas calles de Cádiz y Jerez recreaba La Habana en 1959, o lograba que filmáramos Robin y Marian en solo seis semanas en el norte de España gracias a su conocimiento enciclopédico de su país. Y si no había solución, al menos nos reíamos de la locura de la profesión que tanto amábamos”.

El creador de decorados (a la izquierda), con sus hermanos en la casa de su abuelo en Asturias.

Entre tantas películas, comenta su hija Ima, Parrondo disfrutó especialmente de una: Viajes con mi tía (1972), su tercera candidatura al Oscar. “Porque trabajó junto a uno de sus ídolos, George Cukor, un director del que lo había visto todo en el cine en los años treinta y cuarenta”. De su padre, la hija apunta: “Se definía como un hombre que sacaba provecho a lo que le tocaba en la vida. No fue un padre muy presente físicamente. No hacía actividades con nosotros, como ahora es habitual, y nunca tuvo vacaciones. Nosotros nos íbamos de veraneo y él se acercaba los fines de semana. Para papá, sus vacaciones eran localizar, viajar por España dibujando y solucionando los problemas del guion para el que le habían contratado. En cambio, nos ha dejado marcas indelebles a todos. Yo ordeno los armarios por colores, como él me instruyó. Y me ayudó a estudiar microbiología pidiéndome que le recitara la lección. Nos enseñó a leer, a mirar y a ver cine”. Ima habla de una infancia distinta. “No teníamos coche, por ejemplo, porque mi padre no conducía, usaba chóferes para ir a localizar. Pero llegaba y nos recitaba poesía. No íbamos juntos al cine; en cambio, luego charlábamos de las películas y te preguntaba: ‘¿Funciona o no funciona?’, su duda fundamental. Veíamos las de los Oscar y los Goya para contrastar y votar”. Cuando sus hijos eran pequeños, nunca les habló de su trabajo. “De mayor empecé a sentarme a su lado y, gin-tonic mediante, le pedía que me contara historias. Ahí sí ya supe más. Solo mi madre compartía sus dos mundos, el profesional y el personal”.

Estantería en el despacho de Gil Parrondo en su casa de Madrid, con fotos de sus actrices favoritas.En la segunda foto, su candidatura al Oscar. / SOFÍA MORO

La hija guarda una lista que el padre le dio con una enumeración que él llamaba “películas del silencio”: “Eran aquellas que le hacían quedar en silencio, emocionado, después de verlas”. Entre las 11 españolas aparecen La caza, Viridiana, Los santos inocentes, El espíritu de la colmena, Todo sobre mi madre, Tesis o la más reciente Vivir es fácil con los ojos cerrados. Entre las siete europeas, Fresas salvajes, La huella y El gatopardo. Cuando estaba triste se ponía Gilda, Cantando bajo la lluvia o Casablanca. Le alegraban el alma.

Parrondo no fue a ninguna de las dos ceremonias de los Oscar en los que estaba nominado. Siempre estaba trabajando. Ima evoca el momento en el que su padre supo que había ganado su primera estatuilla, por Patton. Estaba rodando una película en la Costa Brava cuando le llamó Gabi, su esposa, a las cuatro de la madrugada para anunciarle el premio. “Le había telefoneado una amiga desde Nueva York. Él se desveló y se fue a pasear a la playa, llorando. Durante años, el dicho habitual de los rodajes españoles era: ‘No trabajes tanto que no es para un Oscar, y de repente él lo tenía”. Y nunca entendió la noción de jubilación. “Tampoco cobró jamás el paro, aunque hubo temporadas sin películas. Decía que aquella ayuda era para quienes no tenían dinero, los que de verdad lo necesitaban”.

Despacho de Gil Parrondo; sobre la mesa, sus dos Oscar a la mejor dirección artística: por 'Patton y Nicolás' y 'Alejandra'.

De ese paréntesis laboral le rescató José Luis Garci. “Yo admiraba su trabajo y le conocí en el Liceo Francés en 1980, en la comunión de mi hija mayor y de su hija menor”, dice el director. Al año siguiente le llamó para Volver a empezar, y así comenzó su colaboración, que dio como frutos una decena de películas, una profunda amistad y cuatro goyas. “Era un dibujante prodigioso”, cuenta Garci. “En persona fue muy british en su humor cáustico, su modestia, su vestimenta y su educación. Fue cinéfilo antes de que existiera la cinefilia. Y nunca renunció a su niño interior ni a su pasado asturiano”.

Aún queda Parrondo por ver. El 20 de octubre se estrena La piel fría, un thriller de ciencia-ficción que se desarrolla tras la Primera Guerra Mundial y supone su último diseño de producción. Algunos bocetos de esta película asoman en un cajón de su despacho. En otro aparecen las cartas de la Academia de Hollywood y un albarán expedido por las líneas aéreas TWA con Gil Parrondo como destinatario. Con fecha del 6 de mayo de 1971 registra la llegada al aeropuerto de Barajas en el vuelo 904 de una mercancía remitida desde Los Ángeles con un peso de 15 libras. Descripción: “Oscar statuette”. Con el papel en la mano, Ima dice: “Para él, el cine era soñar. Y consiguió ser parte de esa fábrica de sueños”.

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Sobre la firma

Gregorio Belinchón
Es redactor de la sección de Cultura, especializado en cine. En el diario trabajó antes en Babelia, El Espectador y Tentaciones. Empezó en radios locales de Madrid, y ha colaborado en diversas publicaciones cinematográficas como Cinemanía o Academia. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster en Relaciones Internacionales.

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