“¡Qué bien cojea ese cabrón!”
SE HA HABLADO mucho, demasiado, de choque de trenes. Incluso se ha medido el tamaño de los convoyes, el del Estado y el de la Generalitat, y calculado la desigualdad de daños. Dadas las proporciones, el Govern de Cataluña, responsable de un referéndum legalmente ilegal, sufriría muchos más estragos que el potente aparato del Estado, dispuesto a impedir un referéndum ilegalmente legal.
Pero en este tipo de duelos, donde lo subjetivo es tan importante como lo objetivo, quizás viene a cuento recordar aquella historia de rivalidad entre vecinos campesinos en la que lo importante era la victoria, fuese en lo que fuese: las mejores manzanas, la mejor leche, la mejor miel. Hasta que a uno de los competidores lo atropelló un camión (¿o era un tren?). Ante un golpe tan demoledor, el otro saboreó un triunfo que parecía definitivo. Pero un día, meses, años después, vio llegar una ambulancia de la que descendía el competidor. Caminando laboriosamente, apoyándose en muletas, se encaminó de vuelta a casa, y el otro exclamó con fastidio, como si fuese el más perjudicado: “¡Qué bien cojea ese cabrón!”.
La superioridad moral de la democracia es también una superioridad práctica, una cuestión de eficacia.
La maldita metáfora del choque de trenes se ha ido aproximando a la realidad. En sus exigentes Lecciones, Vladímir Nabokov situaba el origen de la literatura en el cuento popular del pastor y el lobo, de apariencia tan sencilla. La ficción, “¡que viene el lobo!”, era asociada con la mentira, cuando lo que anunciaba el pastor era un principio posible de realidad. Ese es un don del lenguaje literario. Hacer época en el arte, recuerda Pierre Bourdieu, es “producir (otro) tiempo”. También el discurso político busca “hacer época”. Pero hay una diferencia radical entre la literatura y el lenguaje político. Y es la apetencia por dominar. Reconocemos la literatura en aquellos textos que no pretenden dominar al otro, que son contrapoder. El aviso del pastor que todavía anda por libre.
No sé qué será del pastor que avisó del peligro del lobo, pero creo que habría que localizar a quien lanzó la metáfora del “choque de trenes”. ¡A ver si va a ser todo la obra de un gafe!
Cuando oigo o leo esa expresión del “choque de trenes” me viene siempre a la cabeza un santo heterodoxo, el filósofo Walter Benjamin, judío alemán, que se quitó la vida en la frontera hispanofrancesa, en Portbou, en 1940, acosado por la Gestapo. Benjamin tuvo la lucidez de ver y decir que la revolución ya no consistía en acelerar la locomotora de la historia, sino en frenarla para evitar la catástrofe. La locomotora era la imagen perfecta del progreso imparable. Creo que a Benjamin, como manifestación de la catástrofe, le impresionaría hoy otra imagen: las llamadas “islas de plástico”, superficies flotantes de cientos de hectáreas de envases. Se calcula que cada año van al mar 50.000 millones de botellas plásticas. Según el libro Desmontando la posverdad (Kolima Books), de Eduardo Gil, las partículas de microplásticos están ya en cada rincón y ser de los mares del mundo. En el Mediterráneo se cifran en 147.500 microplásticos por cada metro cuadrado.
Tengo la impresión de que los microplásticos forman ya parte del lenguaje humano, y en especial contaminan el lenguaje político. Los discursos suenan cada vez más plastificados, más uniformes y rígidos. Y eso se ha reflejado en el debate sobre Cataluña. Ante algo inesperado, de una gran dimensión cívica, apoyado en palabras con pulsión de deseo, de utopía, la respuesta fue exclusivamente burocrática o represiva. Eros frente a Tánatos. No se tiene en cuenta el factor subjetivo para entender lo que está pasando en Cataluña. Desde la poda del Estatut, un sentimiento de maltrato, de humillación.
La democracia ha permitido resolver problemas creados por la dictadura o irresolubles en un régimen autoritario. La superioridad moral de la democracia es también una superioridad práctica, una cuestión de eficacia. Los problemas democráticos pueden resolverse con más democracia. La ciudadanía, cuando no se la despoja de esperanza, está dispuesta a ir más allá en las formas de convivencia. Cuando se aprobó el matrimonio gay, parecía que iban a caer las vigas del cielo. Es posible reconstruir un espacio común y una confianza básica con Cataluña. Pero lo que urge es frenar los trenes y encontrar un nuevo lenguaje no contaminado de plástico.
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