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Columna
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El cerco

Nadie asume el riesgo de denunciar una violencia totalitaria que puede recaer sobre ti

Antonio Elorza
Un grupo de estudiantes este jueves durante una manifestación por la independencia en Barcelona.
Un grupo de estudiantes este jueves durante una manifestación por la independencia en Barcelona.JOSEP LAGO (AFP)

Los casos individuales se han sucedido, sobre un telón de fondo siniestro de caza al disconforme y de movilizaciones intimidatorias. En torno al más aireado de aquellos, la satanización de Joan Manuel Serrat por sus críticas al referéndum ilegal, han ido saliendo a la luz otros, como el del profesor Manuel Cruz, socialista y federal, ridiculizado en la caja negra de TV3, siempre por delitos de opinión, o el del también profesor Alberto Reig Tapia, de la Universidad de Tarragona, por firmar un manifiesto de académicos contra la sedición. Este último ejemplo se inscribe en el humor negro, al calificar de fascista a un politólogo que ha hecho del antifascismo el leitmotiv de su obra. Habrá sin duda más. A ello se suman los llamamientos a ejercer represalias y los señalamientos de alcaldes y ciudadanos como “enemigos del pueblo”.

La cosa no es nueva en España, ni lo es la indiferencia de tantos, especialmente en Cataluña, con excepción de la respuesta al cerco a Serrat. Lo vivimos con ETA, dentro y fuera del País Vasco, aquí con el añadido de la muerte: la respuesta a tal amenaza en una universidad de Madrid, tres solidarios sobre más de cien profesores, ninguna autoridad académica, supera incluso el tres sobre noventa de Tarragona. Es el mecanismo descrito por Goldhagen en Verdugos voluntarios, y por otros historiadores del nazismo: nadie quiere asumir el riesgo de denunciar una violencia totalitaria que puede recaer sobre ti, y acabas siendo cómplice y verdugo. Así se configuraba el círculo de hegemonía etarra, y así se ha consolidado ya la del catalanismo radical.

No cabe entonces invocar la democracia, cuando nadie en el campo del independentismo condena ese salto a lo irracional
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Tampoco es solo cuestión de moral social, como acaba de sugerirse para los “enemigos del pueblo”, sino de ideología represiva. La discriminación comprende también formas más sutiles, desde hace años en Cataluña. Es la carta difamatoria sobre la posición del “otro”, remitida a un amigo común para buscar un eco más amplio, por encima de la relación bilateral. Era la asimilación al franquismo —citar a Espriu visto como provocación y ¡acto franquista!— de cualquiera que pusiese en cuestión la voluntad punitiva de los patriotas, cuando una cascada de insultos bárbaros cayó sobre el manifiesto de Savater relativo a la enseñanza del castellano. Lo peor fue que los acusadores eran personajes por encima de toda sospecha de barbarie. En fin, era la sistemática labor de maceración de la conciencia colectiva, llevada a cabo también por tipos muchas veces respetables, en la televisión pública catalana, desde la Diada de 2012. Los lodos actuales vienen de aquellos polvos.

No cabe entonces invocar la democracia, cuando nadie en el campo del independentismo condena ese salto a lo irracional.

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