Irse así
"Era la última vez que íbamos a vernos. Él había suspendido el encuentro de la tarde anterior con una llamada amable"
Era la última vez que íbamos a vernos. Él había suspendido el encuentro de la tarde anterior con una llamada amable: “Tesoro, ¿podés mañana? Así tengo todo el tiempo del mundo”. Le dije que sí, que de todos modos iba a ser la última vez que nos encontráramos. Me dijo: “Todas las veces que necesites”. Le dije: “No necesito más”. Pero hubiera necesitado toda la vida. Lo había entrevistado tantas veces desde mayo, desde abril, desde ya no recuerdo qué marzo. El día de la cita la tarde era preciosa, pleno septiembre. Había una luz repleta de carácter, una luz sin dudas. Caminé desde el metro hasta su casa. Antes de llegar, me detuve y miré hacia su edificio, hacia el piso en el que me estaba esperando frente al té y las masas. Yo no llevaba nada, sólo mi grabador y una cierta tristeza. Me acerqué, toqué el timbre, tomé el ascensor. Por los ventanales entraba una luminiscencia hilada, una claridad de otro tiempo. Todo estaba bendito. La puerta de su casa permanecía abierta. Saludé a su empleada y fui hasta donde esperaba él. Se levantó trabajosamente de su silla con coraje, con fortaleza de bestia taurina. Parecía distinto, como blando, quizás melancólico. Un rayo de sol le caía sobre el pelo como una pequeña ola de luz. Lo saludé con un beso, me abrazó y sentí el cuerpo potente, prodigioso. Encendí el grabador sin aviso, como él me había pedido. Me dijo: “¿Qué querés preguntar?”. Y yo: “Te he preguntado de todo”. Y él: “Hemos hablado de cosas peligrosas”. Y yo: “¿Estás arrepentido?”. Y él: “Tesoro, aunque lo estuviera, igual vas a hacer lo que quieras”. Y yo: “¿Cómo sabés?”. Y él: “Porque te conozco”. Me fui de su casa tarde. Caminé despacio hasta el metro y sólo pude pensar en él y en eso que habíamos hecho durante meses. Eso que no es ni confianza ni amor ni ninguna otra cosa. Que nunca es triste cuando termina. (Pero que a veces es inmensamente triste).
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