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Tribuna
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Los parámetros del juego catalán

El bloque independentista es el principal agente en movimiento y busca mantener su cohesión

Jorge Galindo
Acampada frente a la sede del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en protesta por la detención de altos cargos del Govern.
Acampada frente a la sede del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en protesta por la detención de altos cargos del Govern.QUIQUE GARCÍA (EFE)

Resulta fácil sentirse abrumado por la rapidez con la que se están sucediendo los acontecimientos en torno a Cataluña. Cada pocas horas pasa algo nuevo, que a su vez provoca una reacción aún más intensa. El torbellino resultante nos deja a casi todos con una profunda sensación de vértigo. Por eso, tal vez la mejor manera de observar la evolución de la crisis política e institucional sea dar un paso atrás para observar todo el campo de juego, intentando comprender las reglas según las cuales se están comportando los distintos actores implicados. Solo así cada nuevo evento, cada nueva decisión tiene un sentido y una dirección comprensible. Lamentablemente, el resultado de este ejercicio, aunque útil para entender mejor qué está pasando, no deja más espacio a la esperanza de una salida negociada que el seguimiento frenético del día a día.

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El bloque independentista es el principal agente en movimiento. Para ellos, el mejor escenario posible el 1-O sería un voto completo, con participación elevada y con mesas en todos los municipios del territorio. Y el peor posible, una ausencia completa de referéndum sin ninguna reacción ante la presión ejercida por el Estado. Entre ambos, como segunda mejor opción, se encuentra un voto parcial (participación irregular, presencia territorial incompleta) o incluso prácticamente inexistente pero con una fuerte movilización que sirva como sustituto del propio referéndum. ¿Para qué, exactamente? Para mantener la cohesión de su coalición. Porque el bloque independentista ya ha mostrado en el pasado reciente sus profundas grietas ideológicas, así como las distintas preferencias de cada uno de los partidos que lo forman con respecto a los ritmos del proceso: algunos, como la CUP, tienen mucha más prisa que otros, como el PDeCAT. Así, si no hay plebiscito, al menos necesitan un enemigo común.

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En el PP (y también en C’s) hay un enemigo perfecto, y ciertamente los intereses del Gobierno están por la no celebración de un referéndum. Lo han declarado repetidas veces, y están llevando a cabo acciones claras para impedirlo. Particularmente, en el frente fiscal, con la intervención de las cuentas de la Generalitat. Sin embargo, no está tan claro que también prefieran acciones judiciales fuertes. Las detenciones, registros y causas abiertas en los últimos días están siendo el principal catalizador de la movilización independentista, galvanizando su bloque precisamente como ellos pretendían. Además, los márgenes del colectivo no independentista (el PSOE, sobre todo en sus federaciones más descentralizadoras) están empezando a flaquear en su apoyo al Estado. Más importante todavía son las dudas que florecen entre los socios presupuestarios de Rajoy, principalmente el PNV. En principio, cabe pensar que el incentivo de un renovado cupo vasco es suficiente para mantenerlos en su sitio, por mucha queja pública que emitan desde la tribuna del Congreso. Pero en política nada es cierto ni definitivo hasta que lo es.

Es más probable que el independentismo caiga víctima de sus propias contradicciones si carece de un enemigo claro

Pero nada de esto detendrá la acción de jueces y fiscales, precisamente porque ellos no son parte del poder Ejecutivo. Aunque formen parte del bloque constitucionalista junto con el Gobierno, y aunque la separación de poderes en España diste de ser perfecta, los incentivos de la judicatura no están perfectamente alineados con los del PP: los primeros (más allá del Tribunal Constitucional, sobre todo) no tienen demasiadas consecuencias políticas de las que preocuparse, y sí deben hacerlo por quien cuestione su inacción. Para quien sea más escéptico con la separación de poderes, se puede desarrollar este mismo argumento hablando de un “ala dura” y de un “ala blanda” en el frente anti-independentista: basta con que haya un grupo de jueces, o un solo juez, que considere apropiada una aproximación decidida caiga quien caiga contra el 1-O, como para que se active la maquinaria del Estado.

Los líderes independentistas son (o deberían ser, al menos) perfectamente conscientes de esto, y como un referéndum completo con apariencia de normalidad está cada vez más lejano, la alternativa de vivir de las acciones estatales, calificándolas de “autoritarias”, se vuelve más atractiva. Ante esto, el Gobierno poco o nada puede hacer, salvo centrarse en sus propias acciones y respetar y apoyar a “los jueces y el Estado de derecho”, como el propio Rajoy hizo en su declaración del miércoles 20 de septiembre.

Las consecuencias de este equilibrio son poco alentadoras, al menos para los que esperan una solución negociada al conflicto en el medio y largo plazo. Es más probable que el independentismo caiga víctima de sus propias contradicciones si carece de un enemigo claro al que desplazar todas las culpas. Por el momento, la entelequia de “Madrid” ofrece un buen chivo expiatorio. Solo entonces, y más aún con la cercanía de unas elecciones, se cruzarían las acusaciones de fracaso entre ellos. El bloque constitucionalista, por otra parte, tampoco se adivina todo lo unido que debería estar para sacar réditos de su situación de ventaja de fuerza. Y quienes se encuentran entre la espada y la pared (esto es: las nuevas izquierdas) se pueden permitir el lujo de alinearse con el independentismo forzados por éste, quien gana munición mediática para su eterno argumento a favor de una democracia supuestamente pura, pero sin comprometerse con su causa ni con la del contrario.

Por todo ello, aunque el Estado salga bien parado de esta batalla (pues el Estado nunca pierde, que por algo es la institución definitiva), cabe preguntarse cómo de irregular e inestable será el terreno sobre el que reinará en su victoria.

Jorge Galindo es sociólogo.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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