Parálisis
Pocos creían en la eficacia golpista, pero, por si acaso, más valía no figurar.


Hace casi 40 años, el coronel Tejero dio el último golpe de Estado. Militares y tropa, a la manera romántica, tomaron la Institución y aguardaron la llegada de la autoridad competente. No vino. Todo tenía un aire antiguo, de novela del ochocientos, y ni siquiera los tanques de Milans lograron subirlo al siglo XX. Fue el último golpe moderno y a partir de entonces vendrían los golpes posmodernos.
Pocos creían que aquellos infelices pudieran lograr el control del país, pero, por si acaso, nadie se movía. Los jefes de izquierdas o sindicales corrieron a ocultarse. La pequeñez de los diputados puso de relieve a dos de ellos, un militar y un civil, que se mantuvieron en pie ante el matonismo golpista. Los demás, se agacharon.
Pocos creían en la eficacia golpista, pero, por si acaso, más valía no figurar. Durante días, la gente no habló de otra cosa y todas las actividades quedaron paralizadas. El golpe chupaba como un tifón la totalidad de las energías del país. Por lo menos hasta que empezaron a gotear militares por las ventanas del Parlamento, una de las escenas más chuscas de aquel grotesco guiñol.
Vivimos ahora un golpe posmoderno muy similar. El actual Tejero se llama Puigdemont y también ha surgido de la nada, pero a diferencia del coronel este golpista se muere por aparecer en la radio, la televisión, la prensa, y sobre todo (lo más infantil) las llamadas redes sociales. De hecho, el golpe lo está dando en el mundo inmaterial y compite con Rajoy en audiencia, hora punta, publicidad, seguidores telemáticos y fotografías en la prensa extranjera. Como Kim Jong-un, ha dado orden de que todos sonrían a la cámara.
Es otro modelo, pero el efecto es el mismo: allí están todos agachados hasta saber quién gana. No hay ni dos de pie.
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