Futuro
Es más fácil apostar por los perdedores que por los ganadores de esta batalla
Algún día no muy lejano dejaremos de hablar de Cataluña. Nos hallaremos en un escenario que aún desconocemos y cuyas consecuencias apenas se pueden aventurar. La más preocupante deriva de la paradoja, enunciada por mi admirado Juan-Ramón Capella, de que en estos momentos la fractura entre las sociedades española y catalana es considerablemente menor que la brecha abierta entre catalanes. Reconducir las relaciones entre Cataluña y España, sea cual sea la fórmula a la que se recurra, resultará mucho más fácil que reinstaurar la armonía entre vecinos. También es más fácil apostar por los perdedores que por los ganadores de esta batalla, puesto que ningún campeón se dibuja con nitidez en el horizonte. Previsiblemente, el proceso apagará la estrella de una de las más rutilantes promesas de la izquierda española, arruinará la carrera de muchos alcaldes atrapados entre dos fuegos, sembrará el campo de la política de víctimas colaterales, avivará odios que no se extinguirán en muchos años. Mientras tanto, por desgracia, Rajoy y Puigdemont seguirán cosechando los votos que persiguen desde el principio, el combustible que ha alimentado los fogones de las dos locomotoras que están a punto de chocar. Sólo una cosa sabemos con certeza. Pase lo que pase, nosotros, nuestros hijos, tal vez también nuestros nietos, seguiremos pagando los 40.000 millones de euros que no se recuperarán del rescate bancario, el balance de un fraude descomunal que ha pasado desapercibido entre mareas de esteladas y sentencias judiciales. Ese es un indiscutible punto de unión, la galera en la que todos estaremos condenados a remar al mismo ritmo. La banca nunca pierde porque, por una cosa o por otra, nosotros siempre la dejamos ganar.
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