Melancólico
ERAS UN ESCRITOR consagrado en Francia y maldito dentro del canon literario español. Yo era un escritor joven con ambición; había escrito La noche oscura del Niño Avilés. Llegaste para vivir tres pisos debajo de mi apartamiento, en el condominio Green Village de Río Piedras. Eras profesor visitante de la Universidad de Puerto Rico. Aproveché y te di a leer mi manuscrito. Lo leíste. Me escribiste una nota de contratapa donde comparabas esa novela, excesivamente barroca y juvenil, con La guerra del fin del mundo y Terra Nostra; le advertías a lectores fantasmales que antes de que se publicaran esos monumentos al hybris literario mi novela ya estaba escrita. Eso me alegró. También me dijiste que a este libro le sobraban páginas. En 1984 publiqué La noche; el manuscrito de la contratapa me lo entregaste en una letra minúscula y obsesiva, tal y como me advertiste de la mía cuando te mostré mi manuscrito. Esa letra tuya era como una cifra, algo secreta, justo como mi novela, que aún permanece en ese limbo entre profesores y lectores.
Esa letra tuya era como una cifra, algo secreta, justo como mi novela, que aún permanece en ese limbo entre profesores y lectores.
Eras mi mentor literario. Procedí a prestarles, a ti y a Abdelhadi, tu compañero y chofer, mi auto deportivo seis cilindros, rojo, diseñado por Pininfarina. Estaría loco de contento, porque ¿cómo se me ocurrió prestarle aquel bólido a una pareja gay interracial, moro con cristiano? Yo era joven y Abdelhadi, el chofer, casi indocumentado. Una vez los detuvieron en el portón del recinto. Tiene que haber sido extraño darle paso a un marroquí acompañado por un español con perfil sacado de un cuadro de El Bosco.
Nunca te conté que Abdelhadi visitó en el “baja panties” diseñado por Pininfarina a mi amante, y que trató de seducirla. Ella me lo contó riéndose; a mí no me dio ninguna gracia. La había conocido en una soirée, ella le hizo ojitos, él entendió que era necesario probarle su gusto por algo más que un rostro medieval.
Abdelhadi se regresó a Marruecos. Una tarde me llamaste para decirme que te sentías “melancólico”. Todavía oigo el timbre de tu voz, desgranándose la palabra, “melancólico”, con ese raspado que tiene el acento español para nuestro oído antillano. Te invitamos. Esa noche mi primera mujer había preparado una lasaña. Bebimos y reímos, tú dibujabas esa medio sonrisa que en sus comienzos te iluminaba los ojos claros y al final acentuaba algún comentario mordaz, “¡prefiero una página de Lezama a todo lo que ha escrito Cortázar!”.
Otra noche subiste con una noticia. Estabas agitado, alarmado. Alguien te había llamado para darte la noticia de que en San Francisco se había descubierto una enfermedad nueva que llamaban “el cáncer de los gais”.
Pasó una década y nos reunimos con Fuentes y Ortega en el Hemingway’s de Providence. Después del tercer martini quise brindar, proclamé, a viva voz, lo honrado que me sentía de estar ante los dos grandes maestros de la narración en segunda persona. Ambos me miraron extrañados; tú, sin embargo, luchabas con el ángel del olvido, o la compasión.
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