La vida sigue...
Seguiré, seguirán, seguiremos, sin dejarnos abatir por la aterradora pregunta: si convertimos en espectáculo a los muertos, ¿no estaremos los vivos transmutando en espectros? Si la existencia pierde sentido y consistencia, ¿no será esa otra terrible pérdida?
A los dos días del atentado en Las Ramblas, una amiga berlinesa me advirtió lo chocante que resulta ver la rapidez a la que la ciudad se recupera tras un atentado. Me costó creerlo... hasta que presencié los primeros indicios del horror transformado en espectáculo. Ocurrió pronto: turistas haciéndose selfies en los memoriales improvisados. El sufrimiento y el respeto reemplazados por la curiosidad morbosa y el recuerdo trivial. Recordé entonces las terribles imágenes de las Torres Gemelas convertidas en postal. ¿(Contra)guerra visual o banalización del mal?
Aunque parte de la ciudadanía todavía no estaba preparada, otra lo estaba deseando. Unas dos semanas después del ataque, se retiró el memorial sobre el bello mosaico que Miró concibió para dar la bienvenida a los que llegan por mar. Consoló saber que muchas de las conmovedoras muestras de duelo se conservarán para la memoria colectiva en el querido Museo de Historia de la Ciudad de Barcelona. Espero guarden la sentida nota del "Bagabundo" que "no tiene nada ni nadie", pero que "huviese muerto por todos" porque piensa que "mi vida no vale para nada". A ese hombre, cuya vida él percibe sin sentido, no puedo nombrarle porque no firmó su nota. Sin embargo, ¿no es precisamente tal disposición a la entrega la que 'vale' para dotar de sentido a la vida ante el terror caótico? Un sentido que va más allá, mucho más allá de los nombres y las palabras.
Yo sé de cosas de las que nadie habla. Sé de vecinas que iban a ponerles velas a los muertos de noche, 'cuando no hay gente' gozando del espanto. Sé de comerciantes que siguen levantando persiana con el corazón pesante. Sé de personas que todavía no se sienten capaces de volver a Canaletes y de otras que nunca volverán. Sé de personas que no duermen entre ataques de pánico. Sé de la consternación, circunspecta pero duradera, que causaron las tormentas políticas sobre los cadáveres calientes. Sé del dolor silencioso. James Skelly, Fundador y Director Emérito del Instituto por los Estudios sobre la Paz y el Conflicto del Juniata College de Pennsylvania, exsoldado del ejército estadounidense, objetor de consciencia, activista contra la guerra de Vietnam, amigo, me envía las últimas líneas de Lo innombrable, de Samuel Beckett:
- ¿Seré yo? ¿Será el silencio donde yo estoy? No sé, nunca lo sabré: en el silencio no se sabe.
- Debes seguir.
- No puedo seguir.
- Seguiré.
Seguiré, seguirán, seguiremos, sin dejarnos abatir por la aterradora pregunta: si convertimos en espectáculo a los muertos, ¿no estaremos los vivos transmutando en espectros? Si la existencia pierde sentido y consistencia, ¿no será esa otra terrible pérdida? Así lo creemos. Por ello, en el vecindario muchos nos negamos a ocultar el dolor pretendiendo que somos de corcho. Seguimos, sí, pero reclamamos el derecho a sentir tristeza, incluso miedo, en las calles, en las pesadillas y en los sueños; el derecho a sentir y a curarnos a nuestro propio ritmo; el derecho a eludir la demoledora lógica de la despersonalización; el derecho a vestirnos de azul hasta que volvamos a tener ganas de sonreír. La vida sigue, pero a la ligera no, por favor. Esta guerra es nuestra.
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