Víctimas viandantes
La violencia terrorista se ceba en los transeúntes
A la Rambla de Barcelona se suele ir a pasear. Solo a pasear. Existe un verbo que define esa actividad específica: ramblejar, ramblear. Pasear es, como es lógico, a lo que se abandona en verano la gente por el paseo marítimo de Cambrils, un pueblo costero cerca de Tarragona. Las víctimas de los atentados de hace unos días en esos dos lugares eran eso, paseantes, personas que habían salido a "dar una vuelta", a paso lento, sin prisa, caminando por el solo placer de caminar. Los criminales fueron a por ellos por eso, porque eran gente de a pie, sin nombre ni rostro concretos, porque eran cualquiera; nadie en general; todos en particular.
A raíz de esos atentados y otros parecidos, Miguel Anxo Murado escribía en el New York Times: "No es casualidad que sean calles peatonales. Hay algo particularmente civilizado en ellas (...) Aparte del hecho obvio que son fácilmente accesibles a la última arma terrorista de elección, el camión, la furgoneta o el coche, ésta aparece ser otra razón por la que estos lugares atraen este tipo de odio: encarnan una cierta idea de felicidad". Es verdad. Las víctimas de este crimen –y de otros del ISIS del año pasado, en Europa como los de París, Berlín, Niza, Estocolmo o Londres– tenían un rasgo en común: estaban paseando, merodeaban o simplemente iban de un sitio a otro, vete tú a saber a hacer qué. ¿Y qué más da? Eran eso, viandantes, como lo eran aquéllos con quienes los nada islámicos chetniks serbios practicaban la puntería desde el monte Trebević, en Sarajevo, algo sobre lo que ya llamaba la atención el libro de Claire Levy-Vruelant e Isaac Joseph, La guerre aux civils (L'Harmatann), poniendo de manifiesto como las guerras continúan escogiendo las ciudades como campo de operaciones.
Triste oportunidad para rendir homenaje a quien es el fundamento mismo de lo urbano, el transeúnte, molécula de un tipo de sociedad que tiene en la agitación, la inestabilidad y el desplazamiento fuentes, paradójicas si se quiere, de equilibrio y de organización, un orden social hecho de coyunturas y acontecimientos, muchos de ellos inopinados, todos efímeros. Son esos seres quienes hacen de la calle, el paseo, la avenida, la plaza, por los que discurren no un mero instrumento para los desplazamientos en el seno de la ciudad, puesto que su elemental acción –andar– hace de ese espacio escenario a disposición de una inteligencia social mínima y en que cada cual acepta someterse a las miradas y las iniciativas ajenas. Ámbito al mismo tiempo de la evitación y del encuentro, sociedad casi siempre igualitaria en que, debilitado el control social, inviable una fiscalización política completa, la mayor parte del tiempo gobierna una mano invisible, es decir nadie.
Este personaje al mismo tiempo vulgar y misterioso que es el hombre o la mujer de la multitud –evocando aquel cuento de Edgar Allan Poe que habla de ellos–, genera, nunca mejor dicho, sobre la marcha, un orden social cuyas unidades surgen y se diluyen continuamente, siguiendo el ritmo y el flujo de la vida cotidiana, causando una trama inmensa de interacciones efímeras que se entrelazan siguiendo reglas latentes o sobreentendidas. Es cierto que la inmensa mayoría de esos trenzamientos que protagonizan los viandantes al cruzarse se desvanecen al poco, pero a cada momento, un desconocido o una desconocida están a punto de irrumpir en nuestra existencia sin pedirnos permiso. Quienes eran extraños pueden pasan, de pronto, a asumir una relevancia inesperada y adquirir un valor determinante para nuestras vidas. Salir a ese universo que es el ahí afuera implica que cada cual se expone, en el doble sentido de que se exhibe y se pone en riesgo, puesto que en cualquier momento puede pasar cualquier cosa, venturosa o, como el otro día, terrible.
Ese personaje está siempre presente en todas las representaciones y reflexiones a propósito de la ciudad contemporánea, puesto que constituye sin duda su esencia. Desde Baudelaire, tiene su propia literatura, con obras cumbre como El paseo, de Robert Walser (Siruela), y también sus aproximaciones sociológicas, como las propiciadas desde Pedestrian Studies o las que resumiera William H. Whyte en su documental The Social Life of Small Urban Spaces (1988). O históricas, como la que Rebecca Solnit dedicaba al callejeador en Wanderlust. Una historia del caminar (Capitán Swing). Es ese ser sin rostro, que es todo y nada a la vez, masa corpórea con rostro humano que aparece fugazmente en nuestras vidas cuando se cruza con nosotros, contra quien se atentó el otro día en Barcelona y en Cambrils. Sus verdugos sabían lo que hacían; conocían la importancia de los nadie, puesto que, asesinándolos, nos asesinaban a todos.
El peatón hace algo más que andar, atravesar cuando el semáforo se pone en verde, mirar escaparates o abrir y cerrar paraguas. Su paso –sea solemne, apresurado, dubitativo o calmado– es un acto práctico, pero, al mismo tiempo, un movimiento profundamente lírico. Marchar por la calle sirve por cambiar de lugar, pero es también una forma de escritura en que cada trayecto que se traza es un relato, una historia íntima, una siembra de memoria. De este ser anónimo no se sabe demasiado. Tenemos como único indicio su aspecto, su rostro, percibido en el brevísimo intervalo en que lo contemplamos de soslayo. Sabemos que ha salido de algún lugar, pero no sabemos de cual; es, pues, alguien sin origen. Tampoco sabemos muchas veces adónde va ni lo que pretende; es, por lo tanto, alguien sin destino ni función. En cualquier caso, es siempre una incógnita, un enigma que camina.
Vaya en su honor este elogio, hoy fúnebre.
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