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Luis Corella, el magnate de las 40 millones de rosas

Luis Corella entre rosales, en el interior del invernadero.
Guillermo Abril

ESTE SEÑOR que tiende la mano en unas oficinas pulidas y asépticas, como cortadas con bisturí, levantadas a orillas del Duero, en un pueblo llamado Garray, a las afueras de Soria, se ha vestido hoy con una chaqueta de cuadritos con los colores corporativos: blanco y azul intenso como los cielos limpios sobre los que escribía Machado no muy lejos de aquí. Lo citará dos veces a lo largo de la visita: el poeta de la tierra, que cantó a las bóvedas sin nubes que se abren junto a los ríos. Una cuestión atmosférica muy relevante para su negocio, necesitado del mayor número de horas de sol.

Su despacho, en cuya puerta solo se lee “CEO”, podría ser el de una tapadera o el de un fanático del orden. Se confiesa lo segundo. Y un perseguidor de la belleza. Ni un cuadro, ni una foto, solo unas hojas bien agrupadas sobre la mesa. Y una grapadora más allá. Y su cartera de cuero, también azul, descansando con mimo a los pies del escritorio. Todo a juego salvo 45 rosas rojas rompiendo la armonía de la estancia. Sus hijas, el producto de la empresa que dirige.

En el corazón de una región agrícola que pierde población cada año, la empresa emplea hoy a cerca de 300 personas.

Tiene 60 años, flequillo plumado y una funda del móvil con sus iniciales grabadas. Se llama Luis Corella y se encuentra al frente de un imperio de flores. De sus invernaderos de 14 hectáreas, adyacentes al complejo de oficinas, salen una media de 100.000 rosas al día. De ahí marchan, en su mayoría, al mercado de Aalsmeer, junto a Ámsterdam, donde se subastan a mayoristas, para después ser repartidas por el globo. Su compañía, Aleia Roses, se ha convertido en una de las mayores productoras del mundo de una variedad llamada Red Naomi. Una de alta gama, para que nos entendamos: tallos largos de casi un metro y cerca de 80 pétalos sin mácula. “Están los relojes chinos, y luego los de marca”, dice para explicar el concepto; los grandes productores a granel de rosas, como Colombia, Ecuador, Kenia y Etiopía. O aquellos, como él, a quien le baila un Breitling suizo en la muñeca.

Los invernaderos, con tecnología holandesa, ocupan 14 hectáreas.pulsa en la fotoLos invernaderos, con tecnología holandesa, ocupan 14 hectáreas.

Corella se enfunda un mono blanco, cubre con protectores de plástico sus mocasines, el pelo con un gorrito, se frota las manos con alcohol y abre el portón que da acceso al invernadero. Profilaxis para no contaminar su cosecha. En el interior, golpea un calor tropical. Se abre un pasillo central infinito. A ambos lados se extienden hileras de rosales. Se ven capullos, enhiestos como antorchas, pero apenas quedan flores abiertas: los operarios ya han recorrido hoy los bancales (llamados capillas) un par de veces, cortando 96.200 rosas.

Comenzaron con la siembra hace un año. En otoño llegó la primera siega. Alcanzaron velocidad de crucero por San Valentín. Esperan producir 40 millones de rosas anuales. Y aquí, en el corazón de una región agrícola que pierde población cada año, trabajan unas 300 personas: un puñado de ingenieros agrónomos, y una legión de recolectores, clasificadores y embaladores que se desplazan en monopatín por las instalaciones.

Corella asegura que el de las rosas es un negocio idóneo para amantes del “orden, la limpieza y la perfección” como él/

Nacido en Madrid, Corella estudió en los Sagrados Corazones, terminó ICADE en los setenta, cursó un MBA en el Instituto de Empresa, trabajó en banca en los ochenta y, en los noventa, montó un concesionario de coches, una empresa de moda, otra de seguridad. Con la última, llegó a México en 1999 para construir una cárcel en Baja California. Le sorprendió el parecido con Almería, la gran huerta española. Se le ocurrió que sería un buen lugar para cultivar tomates y exportarlos a EE UU. Los acabó sembrando en el altiplano mexicano, cerca de Toluca. Hoy, aquella compañía llamada Bionatur, de la que vendió su parte, forma un mar de 83 hectáreas.

En 2010 regresó a España con una nueva cosecha en mente. Se rodeó de expertos de Holanda, epicentro de la cultura floral. Dos de sus hombres clave, al frente del invernadero soriano, pertenecen a la tercera generación de una familia de cultivadores de rosas de los Países Bajos. Y este espacio, cuyo acabado define como “el más puntero de Europa”, regado con agua de lluvia, fue diseñado con ayuda del departamento de I+D de la Universidad de Wageningen, de prestigio en la materia. Detrás hay una inversión de 50 millones de “uno de los grandes fondos del mundo”. Esperan facturar cerca de 35 millones. Un negocio “con potencial de crecimiento”, asegura Corella. Idóneo para quienes, como él, que se relaja al piano con partituras de Liszt y Chopin, aman “el orden, la limpieza y la perfección”.

Tras ser cortadas, las flores pasan inmediatamente a una cámara frigorífica.

Le gusta mantener la bandeja de entrada del correo electrónico a cero. Lleva tres horas sin consultarlo y ha recibido 67 e-mails, siendo agosto. Suele madrugar. Si está en Madrid, a las ocho comienza a nadar. En Soria, corre a última hora. Pero le cuesta seguir rutinas con tanto viaje. El último año ha pasado cerca de 200 días fuera. Muchos en Holanda, donde se encuentran sus asesores, sus compradores y su competencia. A través del techo de vidrio difuso del invernadero, Corella mira a lo alto, cita a Machado y añade: “Les sacamos unas 2.200 horas de luz a los holandeses. Son millones de euros al año”.

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Sobre la firma

Guillermo Abril
Es corresponsal en Pekín. Previamente ha estado destinado en Bruselas, donde ha seguido la actualidad europea, y ha escrito durante más de una década reportajes de gran formato en ‘El País Semanal’, lo que le ha llevado a viajar por numerosos países y zonas de conflicto, como Siria y Libia. Es autor, entre otros, del ensayo ‘Los irrelevantes’.

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