Vanguardia
Vivimos condenados a consumir preguntas esclerotizadas y respuestas sin interés


Viene Paul Auster a España para hablar de su libro y le preguntamos todo el rato por Donald Trump al modo en que cuando nos presentan a un neoyorquino le preguntamos si conoce a un primo nuestro que vive en Brooklyn. Auster extrae de sus archivos mentales una respuesta educada y de este modo averiguamos lo que ya sabíamos. A Trump, en cambio, jamás le preguntarán por Auster. He ahí una de tantas asimetrías en las que nos hemos instalado con una naturalidad atroz. El que pregunta, como se dedica a eso, a preguntar, conoce de antemano las preguntas. El que responde, por su parte, dado que tal es su oficio, conoce las respuestas y las administra sabiamente. De este modo, vivimos condenados a consumir preguntas esclerotizadas y respuestas sin interés. Deberíamos alterar esos lugares.
Pensemos, por ejemplo, en uno de esos programas triviales de televisión en el que un político se expone a las preguntas de 50 o 60 contribuyentes que representan las diferentes zonas del espectro social. Da igual lo que se esfuercen los espectros. La experiencia dice que a lo más que podemos aspirar con ese formato es a descubrir que el presidente del Gobierno ignora el precio de un café con leche. ¡Tanto esfuerzo para eso! Démosle la vuelta a la fórmula. Llevemos al plató a un político y a seis personas, tres de ellas de la zona baja del espectro social y, las otras tres, de las que ya han sido expulsadas de él a lo largo de todos estos años de prosperidad económica de la que se hacen lenguas los ministros de Economía y Hacienda, entre otros. Y que sea el político el que interrogue a los ciudadanos. Ahí los tiene, puede usted preguntarles lo que le venga en gana. ¿Se atrevería algún político a someterse a este ejercicio de vanguardia?
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