Homenaje a Cataluña
EL MIEDO MÁS humano es el miedo a ser abandonado. De repente, un lugar puede convertirse en lo que Alejandra Pizarnik señalizó con precisión poética como “centro exacto del abandono”. Eso nunca ocurriría en Las Ramblas de Barcelona. En la psicogeografía planetaria, un local universal. Uno de esos lugares únicos, trazados a la vez en el mapa de lo real y lo imaginario, que parecen concebidos para luchar contra el abandono. En la esfera hay puntos con esa luminosidad histórica, y que antes que nadie reconocen los ojos nómadas, náufragos y expatriados. Una identidad que dice: “Aquí nunca seréis abandonados”.
Cuando se popularizó el grito No tinc por! (no tengo miedo) no estaba convencido de que fuese un buen lema contra el terror. En la medicina popular, el conjuro para funcionar como remedio tenía que salir de las entrañas. Y en la primera reacción, lo que las tripas querían decir era: “¡Yo sí tengo miedo!”. Hasta que sentías que el grito era tuyo, que funcionaba, y no como fórmula mágica o sugestión colectiva, sino como verdad solidaria. Lo que significa ese “¡No tenemos miedo!” de Cataluña es “Abrazamos la libertad”. Sin tachaduras. Creo que es la herencia más útil y vigente de un auténtico liberal como Karl Popper. Una trampa mortal para la democracia es la de sacrificar libertades en nombre de la seguridad. Por esa senda se acaba con la libertad… y con la seguridad.
Sí, sin tachaduras. Me viene a la cabeza esta expresión por la accidentada historia de un libro célebre, el Homenaje a Cataluña, de George Orwell. La primera edición no censurada de esta obra imprescindible no se publicó en España hasta el año 2003. El primer intento para editarla fue en 1964, con la prohibición total de la censura. El editor Verrié volvió a intentarlo más tarde y la respuesta del censor es una de las cumbres del cinismo autoritario: “No debe autorizarse con tachaduras, (…) dejarían el texto resultante expuesto a constantes mentís de la prensa y radio extranjeras. Sin tachaduras tampoco cree el suscrito que deba publicarse en España tan dura diatriba contra el Régimen”.
Un homenaje hoy a Cataluña sería agradecer la respuesta a ese totalitarismo ex machina del terror, aupando la libertad, sin tachaduras, sobre hombros solidarios. “El honor de un país”, escribió André Malraux, “está hecho también de lo que da al mundo”.
Fue uno de los mejores regalos de mi vida. Mi padre volvía de la obra, vestido con la ropa de trabajo, el mono azul, y aquel atardecer de verano abrió uno de los bolsillos y me dijo que metiese la mano. Con cuidado, eh. Pero los dedos rozaron lo inesperado, algo en movimiento, y me asusté. Mi padre se rio y, con mucha calma, sacó el misterio encofrado en la gran mano de albañil. La abrió extendida hacia el crepúsculo. Era un grillo. Y esperó a que cantase.
Truman Capote, cuando se pasaba de rosca, escuchaba un engranaje de grillos y deseaba que un incendio devastara aquellos campos de pesadilla. Hace tiempo que no oigo cantar los grillos. Y esa es mi pesadilla. Que no cantan. Por donde voy, en los campos, pregunto: “Dígame, este año, aquí, ¿han cantado los grillos?”. Y a quien pregunto, me mira con extrañeza, intentando detectar dónde está mi avería: “Sí, claro que han cantado los grillos. ¡Como siempre!”. ¿Como siempre? Sí que tienen la memoria del canto, pero ya no están seguros si lo han oído este año. Puede que tenga razón, me dicen, ya no se oyen como antes.
Tal vez hay un gran incendio invisible. A solas, extiendo la mano, vacía, hacia el crepúsculo.
La playa en verano, ese lugar de espionaje. Un niño que no juega en la arena como hacen los demás. Permanece inmóvil, con la mirada clavada en la línea del horizonte. A su espalda, sentada en la toalla, la madre se fija en él, hasta que le pregunta: “¿Qué haces, Román?”. El niño no responde, sigue en su posición envidiable: estático y errático a la vez. La madre repite la pregunta, en voz alta, casi con alarma: “¿Qué haces, Román?”. Y él se vuelve, algo molesto, arrastrado, lo entiendo, de otro tiempo hipnótico y amable. “Estoy pensando”, dice finalmente.
Y la madre, lista como un rayo: “¿Pensando? ¡Pensando están los burros!”.
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