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Roberto Saviano: “Los criminales buscan su identidad en mis historias”

Maki Galimberti
Daniel Verdú

NADIE FUE AL concesionario a recoger la Ducati Monster roja que había pagado con el inesperado éxito de Gomorra. Su hermano y él cumplían años con algunos días de diferencia y aquel ciclón de 650 centímetros cúbicos serviría para celebrarlo. De camino a casa, con solo 26 años y una sonrisa incontenible, Roberto Saviano (Nápoles, 1979) hubiera jurado que las cosas no podían ir mejor. Y tenía razón. Ese día, como el resto de su familia, también comprendió que no volvería a salir solo a la calle durante mucho tiempo. Todavía menos, subido a una moto. Han pasado 11 años desde que el clan de los Casalesi lanzó su condena sobre el escritor por desvelar sus manejos en Gomorra y la vida de Roberto Saviano, emocionalmente congelada en muchos aspectos aquel septiembre de 2006, es hoy un elemento indisociable de su obra. La reclusión forma parte de su leyenda y también —él no lo oculta— de la fascinación por sus libros, series o películas. El escritor es, sin remedio, el personaje principal de un universo que se retroalimenta con un ejército de secundarios imaginarios que hablan como los mafiosos a los que ha conocido en largas escuchas policiales, y con verdaderos capos de la Camorra que decoran sus casas y se peinan como sus protagonistas. Los Savastano, Conte y demás familias que conforman la particular genética del mal trazada por Saviano corren ahora por las calles de Secondigliano como si fueran sus propias criaturas. Así de poco original es la vida. Y puede que la suya, que transcurre a menudo en una oscuridad plagada de miedos, ansiedades y remordimientos, esté muchas veces contada. Pero todavía es complicado no alterarse ante sus cambios de ritmo. Esta entrevista, por ejemplo, iba a ser en un hotel de Bolonia. Pero tras unos minutos de espera, un tipo alto, cuadrado y calvo a quien asoma la puntita del cañón de una pistola bajo la chaqueta, atraviesa el hall directo al periodista. “Acompáñeme, daremos una vuelta”. Es el jefe de la escolta de cinco carabinieri —les dedicó su penúltimo libro— que esperan fuera plantados alrededor de dos coches blindados. En el asiento de atrás del primer automóvil, tocado con una gorra azul y una americana, un chico con barba, y algo cejijunto —el signo preferido de los mafiosos para burlarse de él en los juicios—, alarga la mano y pronuncia lo evidente: “Hola, soy Roberto”.

Pero para entender a este Saviano, que hoy pasa la mayoría del tiempo en Estados Unidos y dando conferencias por el mundo, conviene olvidar por un segundo al joven y talentoso periodista, la historia de la moto o el recuerdo de su vida anterior. Empiecen a pensar en él como una gran productora internacional de contenidos narrativos que goza de la admiración de Scorsese o Salman Rushdie. Una estrella para quien Bono, rey de las buenas causas, pide aplausos en mitad de un concierto. Su talento narrativo solo es comparable a la habilidad para vender el producto y agarrar por el cuello a su interlocutor. Ya sea en este parque boloñés en el que ha pedido hacer la entrevista mientras estira las piernas, o desde el otro lado de la pantalla del televisor.

Su serie Gomorra —un tremendo éxito global del que rechazó escribir un remake americano para no estropearla— va por la tercera temporada. El formato le gusta, así que está a punto de empezar otra sobre Muamar el Gadafi, esta vez como autor y productor ejecutivo. La reclusión y el talento dan para mucho, y sigue publicando en los principales medios de comunicación, donde enciende y apaga polémicas como si fueran cigarrillos —en una de ellas, el xenófobo Matteo Salvini acaba de amenazarle con retirarle la escolta si llega a gobernar— y escribe libros que se publican en 30 idiomas.

Como La banda de los niños (Anagrama), su nuevo y potente artefacto creativo, centrado en la delincuencia juvenil del centro de Nápoles y en el cambio de paradigma respecto a las viejas familias. Hoy la Camorra es un animal herido, fragmentado y compulsivo que dispara ya casi sin motivo. Por supuesto, tiene una película en marcha y quién sabe si alguna temporada televisiva.

¿Cómo se puede hablar del mundo, escribir sobre lo que sucede en la calle, estando recluido con escolta las 24 horas del día? Es verdad… Esta novela la he construido yendo a juicios, escuchando conversaciones interceptadas, leía investigaciones y entrevistaba a los supervivientes de estas bandas en la cárcel. La primera escena de humillación, por ejemplo, me la contó un policía. Hoy solo puedo estar en la calle con los míos [señala a los cinco escoltas que hacen guardia en el parque]. Ya no puedo ser invisible, y eso lo he perdido. Pero también tengo mucho más acceso al material judicial.

Y cómo son los juicios de estos chicos que describe. ¿Hay algún momento en el que se arrepienten o se derrumban? No. Algunos incluso aplauden al oír una condena de 25 años. Como diciendo, “¡a quién le importa, tengo 16 años y saldré con 26!”. Están orgullosos de entrar en la cárcel. En otra investigación a la que tuve acceso, le preguntan a un chico: “Qué quieres hacer de mayor”. Y él responde: “No lo he pensado nunca, igualmente moriré”. ¿Estamos hablando de Europa? Parece una frase de un miliciano de la yihad.

Los chicos de Scampia empiezan a peinarse como los protagonistas de Gomorra; las casas de los capos donde ha entrado la policía últimamente se parecen mucho a la de Pietro Savastano, el jefe camorrista de su serie… ¿Le preocupa que todo el universo que ha creado empiece a convertirse en un referente para delincuentes? Es que ya lo es. Los camorristas usan las mismas palabras que mis personajes, y son conscientes de ello. Pero no escribir sobre estos temas no evitará que sigan con lo que hacen. Si no tienen Gomorra, tendrán Scarface o El Padrino. Son criminales que ven en estas historias su propia representación. En mi pueblo, Walter Schiavone se hizo una casa idéntica a la de Tony Montana [protagonista de Scarface]. Le dio el vídeo al arquitecto para que la reprodujese… Sin embargo, lo extraño es que en Nápoles ahora han abierto una oficina antidifamación y denuncian a quienes consideran que hablan mal de Nápoles.

“Hay una parte de Nápoles que es muy hostil conmigo. Hay gente que me escupe encima. Dicen que yo he hecho dinero a costa de la ciudad”.

Y usted está el primero en la lista. Sí, pero lo que yo hago no es hablar mal de una ciudad. Es contar una herida para que se resuelva. El hecho de que los delincuentes se inspiren en la serie, como sucedió con Breaking Bad, no significa que no cometiesen igualmente los delitos. Pero reconozco que el mundo criminal se ve tan representado en mis historias que busca ahí parte de su identidad. Por ejemplo: si quieres ser capo, te peinas como Genny Savastano [uno de los protagonistas de la serie Gomorra], así la gente que no te conoce ya sabe que eres un tipo duro. El problema es que a veces leo: “Atentado como en Gomorra” o “robo como en Gomorra”…, y eso no es verdad: todo esto ya sucedía antes.

Cuando detuvieron al Chapo Guzmán encontraron un ejemplar de su libro CeroCeroCero firmado. Sí, me trajo muchos problemas. Según me dijeron, ponía: “Para el Chapo, un abrazo”. Yo no lo había firmado, claro. Pero hubo una avalancha contra mí. Aunque ha habido muchos capos que me han leído, como Michele Zagaria, que tenía Gomorra. Todos ven la serie.

Pero tenemos un lío metanarrativo importante, hemos llegado a un punto en el que su ficción y la realidad criminal se retroalimentan. Sí, pero yo siempre intento desmontar el mito del mafioso. Muestro en detalle su vida, sus negocios… Yo considero El Padrino una obra maestra, pero nunca ves cómo Michael Corleone gana el dinero. No le ves extorsionar, ni construir los casinos. Y ese relato contribuye a la fascinación. He intentado contar los mecanismos internos para evitar la mitificación.

En la serie Gomorra, justamente, es imposible empatizar con nadie, incluso cuando empiezas a cogerle cariño a alguno de los personajes. Eso fue una elección muy concreta, también en la película. En la serie, por ejemplo, cuando te empieza a gustar el Inmortal porque es un justiciero malvado, él tortura a una niña. Trabajo sobre la imposibilidad de generar empatía. Los verdaderos protagonistas no son los personajes, sino Scampia, el poder…

En Scampia también están en contra de su obra… ¡Hicieron una manifestación en mi contra! Pero cuando volvieron ahí los hijos de Di Lauro, narcos que salían de la cárcel, nadie hizo ninguna manifestación. Ninguno dijo que no los quería porque habían pasado 10 años en la cárcel. Solo se manifestaron contra mí. Incluso hay un manifiesto online que se llama Scampiamoci da Saviano. Entiendo que no les gusten mis obras, pero pensar que yo he creado eso es absurdo.

¿Vuelve de vez en cuando a Nápoles? Sí, sobre todo para los juicios. Pero ya no puedo ir como antes. Hay una parte de la ciudad que es muy hostil conmigo. Si te llevo a dar una vuelta lo verás: hay gente que me escupe encima. Dicen que yo he hecho dinero a costa de la ciudad. El dinero honesto que ha ganado una persona que escribe es un problema, pero el que han hecho los criminales durante todos estos años, no. Llevo 10 años viviendo con esto, es algo muy italiano. Es como si los ciudadanos de Albuquerque se hubieran cabreado con los autores de Breaking Bad por la serie…

Usted y su historia se han convertido en un personaje que forma parte de su propio relato narrativo. ¿Cómo gestiona esa relación? Intento estar lejos del personaje, me interesa poco. Hace poco me di cuenta de que algunos creen que soy alguien antipático o triste, o solo un camorrólogo… Lo que me ha hecho más daño ha sido tener que afrontar esta imagen que se forman los demás de ti. Piense que lo de la escolta va más allá de que te impida llevar una vida normal: uno de los motivos por los que no voy a la playa, por ejemplo, es por las críticas que recibiría por pasármelo bien con el dinero de los italianos. Pero es que la escolta sirve para esto, para poder dar una vuelta y estar aquí ahora.

¿Se ha llegado a acostumbrar a esta vida? Puede que un poco, a veces pienso que he aprendido de los condenados al 41 bis [el artículo del Código Penal que se aplica a miembros de las mafias tras el asesinato del juez Giovanni Falcone y que obliga a una reclusión extrema] esa capacidad para estar encerrado tanto tiempo [se ríe]. Pero cíclicamente llega la depresión: no me quiero levantar, no me fío de nadie, pienso que todos quieren joderme, gravarme, insultarme… En mis redes sociales hay 2,5 millones de seguidores, imagina cuántos haters puedo tener.

“¿Cómo convives con la idea de que la gente a la que te acercas tiene que compartir tu destino? Es una situación de mierda. Si me posiciono hay avalancha de fango”.

Da la impresión de que últimamente le han afectado más las críticas y ese odio anónimo del que habla que la propia reclusión. Así es. Tú puedes preguntarme: “¿Te matarán?”. Pues no lo sé. Pero si la luz sigue iluminándome, será muy difícil. Pero antes de todo eso, llega la deslegitimación. Al juez Falcone también le sucedió: fue devastado toda la vida por los ataques contra su persona. Yo intento aprender de él.

También le reprochan que ha copiado historias o que ha plagiado. Sí, es eso de “esto ya se sabía” o “esto ya se había contado”… Pero mi fuerza no se basa en dar exclusivas, sino en hacer visible lo que tenemos bajo los ojos de la crónica diaria. Yo no descubro cómo los capos hacen según qué cosas, eso está en las investigaciones judiciales. Yo lo narro, lo analizo. Y esto lo he tenido que contar muchas veces. Pero me he pasado a la ficción para no tener que justificarme más.

En esta nueva etapa de su vida, se ha interesado mucho últimamente por los niños: con este libro, con charlas en escuelas, campañas contra el acoso… Me preguntaba si ha pensado en tener hijos en las condiciones en las que vive. Me produce ansiedad, me da terror pensar que la gente a la que quiero tenga que vivir como yo. Mi madre tuvo un infarto y yo me he sentido culpable. Vine corriendo desde EE UU y, en parte, fue porque me sentí como si le hubiera dado yo el puñetazo en el corazón. Hace 10 años que la hago ir de un lado a otro sin las contrapartidas que yo he tenido: entrevistas, éxito comercial, trabajar en lo que me gusta… Ella solo ha tenido problemas. Y mi hermano, a quien quiero una barbaridad, lo mismo. Él me dice que está conmigo, pero sé que está cansado de aguantar tanto.

¿Se lo han dicho alguna vez? Mi hermano, no, porque tiene esa especie de orgullo. Pero mi madre un poco más, también por cómo me he arruinado yo la vida. Los amigos pagan por mí, y eso es muy doloroso. Yo hago una afirmación y van a ellos para responderla. Es muy injusto, no sé si es normal. E-mails, mensajes en el móvil… Así que, ¿cómo convives con la idea de que la gente a la que te acercas tiene que compartir tu destino? Es una situación de mierda, porque cada vez que tomo una posición pública hay una avalancha de fango.

Existe una inclinación a pensar que su condena ha sido una bendición comercial. Lo sé, también a Salman ­Rushdie le decían que tenía que llevar flores a la tumba de Jomeini por haberlo convertido en el escritor más famoso del mundo. Y es cierto que hay un lado que me ha dado algo… Pero mire, la verdad es esta: yo, cuando recibí las amenazas, había vendido ya 100.000 copias. Mi madre me dice todavía: “Roberto, no caminabas, volabas…”. Había conseguido ser escritor, publicaba en periódicos, era lo que quería… Cuando llega la amenaza, todo se vuelve más grande. Ya tenía un segundo contrato, me estaba comprando una moto… Si pudiera volver atrás, iría a aquel septiembre.

¿Cambiaría lo que hizo después de la amenaza? Sí, y sería mucho más prudente, no hubiera hecho Gomorra de la misma manera. Los desafié, estaba convencido de ser invencible. Ya tenía una vida de intelectual de verdad, no esta mierda de vida de vagabundo, o personaje clandestino… Esta noche duermo con ellos [señala a los carabineros que le acompañan]. Y además, tengo un sentido de culpa enorme porque he arruinado la vida de mucha gente que quería mucho. Pero yo tenía 26 años, era muy joven, y estaba convencido de ser invencible. Al final me han despedazado… Pero bueno, todavía estoy aquí.

¿Cómo combate el sentimiento de culpa? Lo sufro mucho, siento que no merezco la felicidad. Mis elecciones han determinado la vida de mi entorno. Mi hermano estaba tranquilamente en su pueblo antes de todo esto… [toda su familia se mudó al norte de Italia]. Tengo dos sueños recurrentes. En uno estoy en una habitación sin ventanas, cerrada a cal y canto, de la que solo puedo salir entrando en un agujero. El otro es que encuentro a mi hermano y a mi madre y no me reconocen.

¿Y por qué no deja de escribir sobre Nápoles? Cuanto más me alejo, más escribo sobre Nápoles. La distancia aumenta la cercanía del corazón, del pensamiento y del análisis. Todo mi alejamiento es un modo para seguir en Nápoles. Es mi tierra, la conozco muy bien y la echo de menos. Por eso me parece una infamia que me llamen enemigo de la ciudad. Cada vez que cierro un contrato, tecleo en Google: “Casa en venta en Nápoles”. Entonces llamo al banco para pedir la hipoteca, y el tipo me responde: “¿Seguro que en Nápoles?”. Luego cuelgo y no vuelvo a llamar.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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