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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Empobrecimiento, embrutecimiento

Que alguien deba esconderse para leer determinado diario es cualquier cosa menos tranquilizador

Javier Marías

Me escribe un sacerdote que se dice “de izquierdas, si es que esta palabra aún tiene sentido”, y asume que para la mayoría es “un perro verde”. Pero se lamenta –habla incluso de “desesperación”– porque ve que desde hace diez años, “después de los nefastos días del 11-M al 14-M”, no le queda más remedio que leer este periódico a escondidas en los ámbitos que por su profesión más frecuenta, a callar sus opiniones sobre muchos asuntos, y por supuesto a ocultar que no vota al PP, lo cual todo el mundo que conoce su condición de cura da por descontado. Pero no es sólo ante la gente de ideología “conservadora” ante la que debe disimular. Si trata con individuos de la “contraria”, se encuentra con rechazo y suspicacia en cuanto confiesa ser creyente. Sin saber que además era sacerdote, un chaval de los acampados en la Puerta del Sol hace tres años le torció el gesto cuando mi corresponsal, tras haberle firmado media docena de papeles en contra de los desahucios y otras cosas condenables, rehusó firmarle un séptimo “contra la visita del Papa”. No hubo manera de razonar con él, me cuenta, el joven se cerró en banda y lo despachó con desprecio a partir de aquel instante. El hombre se escandaliza al oír decir a personas cultas e instruidas que El País es “el periódico enemigo de la Iglesia” o que “Zapatero quiso destruir la familia”, pero también de que se llame “fascistas” a todos los antiabortistas y “asesinas” a todas las mujeres que deseen interrumpir sus embarazos. Juzga que la cuestión es lo bastante delicada, y que hay suficientes ciudadanos a favor y en contra, como para que cualquier debate quede secuestrado por los gritones simplistas que cada vez más abundan. Ya lo dije hace pocas semanas recordando los versos de Yeats: “… mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad”.

No le auguro a este sacerdote un futuro inmediato más tranquilo, aunque él no pierda la esperanza por una sencilla razón: conoció otros tiempos –antes de 2004– en que sí podía leer abiertamente este diario, o confesarse sacerdote, o reconocer que había votado a un partido no de derechas, sin padecer por ello miradas de censura u odio, retiradas de la palabra y hostilidad instantánea. A lo sumo unos y otros le gastaban bromas, eso era todo. Así que, si hubo esos tiempos no tan lejanos, no ve por qué no podrían regresar para que se normalizara todo un poco. Yo, personalmente, no acabo de entender lo que le ocurre a nuestra sociedad, y que este cura sufre en carne propia. Como ustedes saben, tengo una pésima idea de la actual jerarquía de la Iglesia española; pero eso no me lleva a condenar a todos los religiosos, menos aún a profesar antipatía a todos los católicos, ni a desconfiar de ellos. Lo es uno de mis mejores amigos (también lo eran mis padres), un amigo tan leal, bueno y recto que, si un día me diera la espalda, sólo me cabría pensar que era yo el que había fallado, el que no había estado a la altura. (Bien es verdad que es un católico inglés, en cuyo país su religión no es dominante ni por lo tanto abusiva.) También tengo amigos que son o se han hecho muy de derechas; saben que yo jamás votaría al PP (no tras la Guerra de Irak, no tras las mentiras del 11-M, no tras la presente legislatura neofranquista sin disimulos), ni justificaría a Le Pen o Putin o Berlusconi; pero no por eso me han tachado de su lista de apreciados ni desde luego yo a ellos. La dimensión religiosa de las personas, como la política, es sólo una entre muchas. Nadie se agota en ellas, por suerte, ni faltan temas de conversación en los que no se produzca el desacuerdo inmediato. La mayoría de los individuos –los que no son estereotipos, ni fanáticos, ni meros mastuerzos– son lo bastante complejos, variados y aun contradictorios para que merezca la pena ahondar en ellos y escucharlos.

No otra cosa hacemos, desde luego, con los personajes de ficción que se nos presentan en películas y novelas: casi ninguno nos gusta del todo, de la mayoría no seríamos amigos (peligroso serlo, por ejemplo, de Ricardo III o de Tony Soprano). Y sin embargo nos interesan, seguimos con enorme atención sus razones y vicisitudes, incluso con apasionamiento. A menudo nos atraen los que son muy distintos de nosotros, los paradójicos, los volubles, los difíciles de comprender, los ambiguos (no digamos los sutiles malvados). En cambio no soportamos a los esquemáticos, a los monolíticos, a los que son de una pieza, a los acartonados. Mientras que en la vida real, curiosamente, sólo estamos dispuestos a aceptar a éstos, como el chaval del 15-M que, en lugar de sentir curiosidad por la negativa de su interlocutor a firmar contra la visita del Papa, decidió ponerle la proa o poco menos. Los jóvenes ignoran que uno de los motivos por los que en la Guerra Civil se fusilaba a la gente (de ambos bandos) era porque se la conocía como lectora de tal o cual periódico, grave crimen. Que estemos en un punto en el que alguien –no importa quién– deba esconderse para leer o comprar determinado diario –no importa cuál–, es cualquier cosa menos tranquilizador. Pero es que además el rechazo de plano de quien no coincida con nosotros en todo supone el mayor empobrecimiento imaginable –también el embrutecimiento– en el trato con nuestros iguales.

elpaissemanal@elpais.es

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