Los últimos maestros del oro marino
De las 171 salinas que hubo en Cádiz en su apogeo, en el siglo XVIII, hoy apenas subsisten cinco mientras languidecen 5.373 hectáreas de marismas
Del rosa intenso al blanco fulgurante hay una larga historia, un duro oficio y una cultura tradicional que pugnan por sobrevivir en Cádiz. Los espectaculares paisajes antropizados, de vivos colores y formas imposibles en la naturaleza, son un bien que escasea en una bahía que fue el epicentro europeo de la venta de sal. Hasta 171 salinas llegaron a estar activas entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XX.
Hoy queda poco de aquella pujanza del pasado. Apenas subsisten cinco salinas tradicionales en la Bahía de Cádiz, mientras languidecen 5.373 hectáreas que antaño eran marismas adaptadas a esta actividad. El oficio se pierde hasta tal punto que la Universidad de Cádiz emprendió hace cinco años la explotación de unas instalaciones salineras en desuso para intentar preservar los conocimientos que llevaba aparejada la actividad. No les falta razón a los investigadores, hoy solo quedan vivos unos cinco maestros salineros que conocen y aprecian un oficio unido a un lenguaje y cultura propios.
Pero no todo está perdido. A las cuatro salinas artesanales que sobreviven en la bahía, hay que sumar una más de interior, la de Iptuci, ubicada en pleno parque de Los Alcornocales. Además, desde hace décadas la familia Armenteros pelea por conservar la actividad, en este caso en su versión industrial, con salinas en El Puerto, San Fernando y Puerto Real. Hace tres años incluso se animaron a incorporar otra más, la de La Tapa. En todas ellas, son capaces de producir anualmente entre 30 y 40 toneladas de sal que exportan a todo el mundo y que surte a diversas marcas blancas de hipermercados.
De paso, en Marítima de Sales, crean espectaculares paisajes donde las proporciones de antaño se diluyen en inmensos cristalizadores. Allí, el agua del mar se evapora y deja paso a la dura sal. El color rosado, que el agua hipersalina alcanza poco antes de su cristalización, habla también de la riqueza biológica que es capaz de sostener la actividad. Las salinas de Cádiz son uno de esos escasos ejemplos en los que el hombre le sienta bien a la naturaleza. Y así seguirá mientras no desfallezcan esos pocos que se niegan a dejar perder el oficio que dio fama, trabajo y dinero a generaciones de gaditanos durante cientos de años.
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