‘Johnny B Goode’ en los confines del Universo
Las sondas 'Voyager' se lanzaron hace 40 años y siguen transmitiendo datos, aunque ya han entrado en el espacio interestelar
De muy pocas máquinas puede decirse que siguen funcionando al cabo de cuarenta años, sin mantenimiento ni cambio de piezas. Y más aún, cuando se encuentran a más de 17.000 millones de kilómetros de distancia, tanto que sus debilísimas señales tardan casi un día entero en llegar a nosotros. Son las dos sondas Voyager, que cumplen ahora las cuatro décadas de edad, los exploradores robóticos que más lejos se han aventurado.
La Voyager 2 se lanzó el 20 de agosto de 1977; su gemela, dos semanas más tarde. Pero compensaría ese retraso por su mayor velocidad y una trayectoria ligeramente más corta, lo que le haría llegar antes a su primer objetivo, Júpiter. Después, la Voyager 1 seguiría rumbo a Saturno y de ahí a perderse en el espacio interestelar.
Para la Voyager 2 se planeó una misión mucho más ambiciosa: cumplido el encuentro con Júpiter y Saturno, seguiría hace Urano y más tarde, Neptuno. Sería un viaje de doce años y nadie estaba seguro de que la nave pudiese resistir tanto tiempo en el hostil ambiente del espacio.
Las dos sondas tuvieron éxito en todos sus objetivos. De hecho, las imágenes que transmitieron de los cuatro planetas y de muchos de sus satélites abrieron nuevas perspectivas al conocimiento del Sistema Solar. Descubrimos así la turbulenta atmósfera de los grandes planetas gaseosos, la complejidad de los anillos de Saturno y sus pequeños satélites pastores que mantienen orden en ellos, los volcanes de Io, las grandes llanuras heladas de Europa o Encélado, los vertiginosos acantilados de Miranda o los géiseres de barro de Tritón. Durante casi dos decenios, hasta la llegada de sondas más avanzadas como la Galileo o la Cassini, esas fueron las únicas imágenes disponibles de todos esos mundos. En cuanto a Urano y Neptuno, aún hoy no existen otras fotos que las que transmitió la segundo Voyager.
Tras su encuentro con Saturno, la Voyager 1 podría haberse dirigido hacia Plutón, completando así la exploración de todo el Sistema Solar exterior. Pero ese ajuste de trayectoria hubiese supuesto no poder investigar Titán, que era uno de los objetivos primordiales, así que esa opción fue descartada. Paradójicamente, las cámaras de la Voyager sólo podían ver en una banda infrarroja incapaz de traspasar las nubes de Titán. Lo único que se consiguió en ambos vuelos fueron unas bonitas vistas de una esfera anaranjada, en la que sólo pudieron distinguirse algunas capas de su espesa atmósfera. Titán no desvelaría sus secretos hasta la misión Cassini, que ahora está a punto de terminar.
Las Voyager se alimentan de energía eléctrica producida por unos pequeños reactores isotópicos: Básicamente, unas cargas de óxido de plutonio que emiten calor el cual, a su vez, se convierte en energía eléctrica mediante termopares. Al lanzamiento, producían unos 500 watios pero tras cuarenta años de servicio, esa cifra ha caído hasta poco más de la mitad. Suficiente, sin embargo, para mantener activos algunos de sus instrumentos y, sobre todo, sus equipos de radio.
Porque pese a todo, las Voyager siguen transmitiendo datos. Hace años que entraron en el espacio interestelar, donde ya los campos magnéticos y la radiación de la galaxia superan a los del Sol. Fue la primera ocasión en que los científicos pudieron vislumbrar las características de ese medio. Con un poco de suerte, algunos de los equipos que siguen activos podrán seguir funcionando hasta 2030.
Pese a todo, los Voyager siguen transmitiendo datos
Técnicamente, las dos sondas siguen navegando aún por zonas sometidas a la gravedad del Sol. Así, en cuatro o cinco siglos llegarán al confín interior de la inmensa nube de Oort, un enjambre de millones de pequeños cuerpos helados, de donde se cree proceden los cometas. Atravesarla requerirá mucho, mucho tiempo: aun moviéndose a su actual velocidad (unos 50.000 Km/h), quizás doscientos o trescientos siglos más…
¿Y luego? Ninguna de las dos naves se dirige hacia ninguna estrella en particular. La Voyager 1 se mueve por el hemisferio norte donde dentro de 40.000 años pasará por las cercanías de una estrella poco distinguida llamada Gliese 445. En cuanto a su gemelo, una espera más larga (unos 300.000 años) le aproximará a cuatro o cinco años luz de Sirio, la estrella más brillante de nuestro cielo.
Naturalmente, por entonces ninguna de las dos naves seguirá transmitiendo y, por otra parte, es dudoso que en la Tierra quede alguien interesado en escucharlas. A partir de ahí, -si no son capturadas por alguna otra estrella- ambas estarán ya en una órbita que las llevará alrededor de la galaxia una vez cada doscientos y pico millones de años.
El espacio es muy grande. Y muy vacío. Es muy poco probable que alguien vuelva a ver nunca más a las Voyager. Pero, pensando en la remotísima posibilidad de que alguna raza inteligente los recoja algún día, Carl Sagan consiguió incluir a bordo de ambos unos discos del tamaño de los antiguos vinilos con su cápsula e instrucciones para reproducirlo. En él van imágenes y sonidos de la Tierra, como el Johnny B Goode de Chuck Berry. También incluye un mensaje en inglés de la Secretaría General de la ONU, saludos en 55 idiomas, sonidos que son representativos de la Tierra –de animales, máquinas, un beso, un tureno...– y obras de Bach, Mozart o Stravinsky.
Si alguna raza inteligente llega a recuperarlo –e interpretarlo- tendrá en sus manos una muestra arqueológica de cómo era la vida en un planeta inmensamente remoto, tanto en el espacio como en el tiempo.
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