La canción del verano suena más que la ‘Eneida’
También la industria editorial tiene sus 'Despacito': los ‘best sellers’
Si nos describieran algo que contiene acción, intriga, sexo y escenarios internacionales la mayoría de nosotros pensaría en una película, una serie de televisión o una novela sin reparar en que la descripción le cuadra perfectamente al Despacito de Luis Fonsi. Tendemos a pensar que la canción del verano es un fenómeno exclusivo de la música, pero no es así. La diferencia reside en que las canciones del verano de la industria editorial tienden a durar todo el año y en que el libro —de pedigrí milenario— conserva un halo que todavía no tienen ni el joven cine ni la música popular desde que se divorció del folclore.
Aunque las editoriales programan para el fin de curso los títulos más ligeros —aventuras, gastronomía, viajes—, la literatura también tiene su canción del verano: el best seller. No el libro literalmente más vendido sino el escrito de entrada para vender, es decir, el que trata de sacar partido a la fórmula mágica del género tal y como la resume Sergio Vila-Sanjuán en Pasando página. Ya saben: acción e intriga, sexo y escenarios internacionales. Si son locales, cabría añadir, los escenarios suelen ser históricos: Cesaraugusta y Norba Caesarina respiran más glamur que Zaragoza y Cáceres.
Es el halo intelectual del libro el que, de cuando en cuando, lleva a los más devotos del best seller a reclamar para ellos un lugar junto a la llamada alta cultura o a pedir, por lo menos, que se les reconozca su papel de puente hacia lecturas complejas. Respecto a lo primero, siempre conviene tener a mano la idea del crítico canadiense Northrop Frye: la gran literatura se distingue de la que no lo es porque es dueña de una visión más vasta que la de sus mejores lectores. Pocos autores tienen tanta seguridad en sí mismos como John Grisham, que en una entrevista con este periódico declaró: “Sé que lo que yo hago no es literatura”.
El argumento del incentivo de la lectura, sin embargo, es válido. Pero solo hasta los 16 años, cuando termina la enseñanza obligatoria. Vale para los libros y vale para la comida. Si antes no has descubierto las virtudes de la coliflor es difícil que te convenza de ellas alguien que no sea cardiólogo. A partir de los 17, leer cualquier cosa es lo mismo que comer cualquier cosa: ya no alimenta todo lo que engorda ni todo lo que entretiene.
Como dice el verso de Juan Antonio González Iglesias: “La canción del verano suena más que la Eneida”. Si los lectores adultos de Grisham terminaran inevitablemente leyendo a Alice Munro, cuatro décadas de educación democrática habrían hecho de España algo muy parecido al pueblo de Amanece que no es poco. Un clásico no sería un Madrid-Barça sino un Nabokov-Faulkner y muchos de los que el domingo pasado estuvieron escuchando a Luis Fonsi en el Teatro Real habrían acudido el lunes a comprar una entrada para Lucio Silla, de Mozart, que se estrena en septiembre en el mismo escenario. También es una historia de amor.
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