Democracia y diálogo
La unilateralidad impide negociar: el secesionismo debe rectificar su rumbo
Una abrumadora mayoría de españoles apoya la unidad y permanencia del Estado consagradas en la Constitución. Pero al mismo tiempo ésta incorpora el derecho a disentir y la libertad de postular su reforma. El independentismo es así legítimo, como idea y como propuesta, siempre que en su despliegue político observe las condiciones de convivencia establecidas.
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A saber: el respeto a los propios cauces constitucionales, la observancia de los procedimientos estatutarios, la obediencia a las mayorías cualificadas requeridas, la garantía de los derechos de la oposición, la escrupulosa coherencia con la división de poderes y, en particular, con el escrutinio del poder judicial sobre cualquier decisión y medida políticas.
Por desgracia, no es esta la práctica dominante hoy en el independentismo, que insiste en conculcar las mayorías sociales, violar el Estatuto y derogar los imperativos de transparencia en la elaboración de las leyes.
Si el actual procés soberanista catalán pretende acceder a los estándares nacionales e internacionales que lo normalicen debe operar una profunda transformación. Debe rectificar su ultimátum a los catalanes y al Estado inherente al anuncio de un referéndum unilateral el 1-O. Debe seguir las pautas de lo que, no solo el Tribunal Constitucional, sino también el Consejo de Garantías Estatutarias de la Generalitat y el cuerpo de letrados del Parlament le indican: su convocatoria referendaria y sus cambios reglamentarios para hacerlo por vía exprés carente de garantías atentan contra la democracia, pues la observancia de la legalidad es requisito de su existencia. El imperio de la ley es parte consustancial del imperio de la democracia.
El diálogo es el principal y primigenio instrumento de la misma. No hay sistema democrático sin previa tolerancia y actitud de escucha ante posturas distintas y opuestas. El diálogo en democracia tiende a producir consenso por la vía del pacto: y el pactisme —hacia adentro y hacia afuera— es, además, legado secular y fructífero de la historia catalana, que debería honrarse.
Es evidente que solo el diálogo resolverá la situación actual. Pero la excepcionalidad en que el procés ha sumido a los catalanes y a la democracia española no posibilita ahora mismo un pacto fértil, ni siquiera una negociación útil para balizarlo.
El diálogo exigible hoy debe versar sobre cómo desactivar la peligrosa dinámica de enfrentamiento institucional y confrontación cívica que el Govern está impulsando; cómo desmontar las barreras al entendimiento creadas por el interés de unos pocos en fomentar el conflicto en detrimento del interés de muchos en continuar con la convivencia; y cómo crear las condiciones para incentivar un posterior diálogo estructurado, una auténtica negociación sobre un futuro en común.
La Generalitat debe renunciar a la unilateralidad y a la ilegalidad. Solo de esa renuncia puede surgir un espacio fértil para un diálogo a largo plazo sobre la reforma del Estado, incluida la Constitución, en un sentido que, por lógica, no puede ser sino federal. España necesita esa reforma. Paradójicamente, es el secesionismo quien con su cerrazón la está bloqueando.
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