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Río de Janeiro, del podio al fango

Protestas en el centro de Río de Janeiro en 2016.
Protestas en el centro de Río de Janeiro en 2016.Felipe Fittipaldi
María Martín

FILIPE MOREIRA vivía su momento de gloria con 36 años. Primer bailarín del Theatro Municipal de Río de Janeiro, era el protagonista de todo el repertorio de la compañía y la crítica lo consideraba “uno de los mayores talentos del ballet clásico de los últimos tiempos”. Elogiaban su virilidad y su excelencia interpretativa, también su técnica, con las que triunfó en escenarios de toda Sudamérica y de Florida. El pasado diciembre se despidió del público interpretando El cascanueces, de Chaikovski. Dos meses después estaba al volante de un uber.

El bailarín es ahora uno de los rostros de una obra sin aplausos, la tragedia de Río, la imagen más cruda y representativa de la decadencia económica, política y moral brasileña. “Dejé todo mi ego de lado, aparqué mi carrera de bailarín y entré en el coche. Catorce horas al día. Era eso o ver a mi familia pasando necesidad. Acumulamos una deuda de 18.000 reales [unos 5.000 euros]”, lamenta Moreira. Su salario era abonado por el Estado de Río, gestor del Theatro, que aún le debe la paga de Navidad y el sueldo de dos meses.

Rodolfo Dias, de 52 años, es vendedor ambulante. Se queja del aumento del trabajo informal en la ciudad y de la caída del turismo.

Río de Janeiro pasó del éxtasis olímpico a la depresión con tanta rapidez que aún parece en estado de choque. El Estado vivió durante años de los ingresos de la extracción de petróleo en sus costas y de las expectativas de un Mundial de Fútbol y de unos Juegos Olímpicos. Hasta que su presupuesto se desplomó con la caída en picado del precio del barril de crudo, una gestión corrupta y los efectos de la recesión nacional, la más profunda de la historia del país. Si había alguna expectativa de que Río recuperase, por fin, el brillo perdido desde que en 1960 dejó de ser capital de Brasil y la meca tropical del glamour y los casinos, esta se fue por el desagüe. Río de Janeiro es hoy uno de los tres Estados con la situación financiera más crítica del país. De cada 100 puestos de trabajo destruidos en Brasil en el primer trimestre de este año, 81 se perdieron en Río de Janeiro.

“La crisis de Río es un capítulo aparte, más profundo y doloroso, dentro de la actual recesión brasileña. Las expectativas aquí fueron mayores”, afirma Maurício Santoro, uno de los analistas políticos más activos de Brasil. “Se esperaba que la ciudad finalmente dejase atrás el largo ciclo de decadencia iniciado con la pérdida de la capitalidad en favor de Brasilia, pero la caída en el abismo mostró a los habitantes de la ciudad y del Estado la fragilidad en la que se asentaban sus esperanzas de renovación”. Santoro interpreta la crisis al mismo tiempo que es un ejemplo de ella: la Universidad Estatal de Río, donde imparte clases, aplazó cinco veces el inicio de curso por falta de fondos. No hay dinero para pagar las becas de los alumnos con menos recursos ni para la comida de los ratones de laboratorio.

La historia de Río de los últimos años es también la historia del empresario Eike Batista. Vanidoso, casado con una sex symbol y multimillonario, Batista era el orgullo de la ciudad que lo vio convertirse en el hombre más rico del país y el octavo del mundo, según la lista Forbes. Aparcaba un Mercedes SLR McLaren y un Lamborghini en el salón de su mansión y se pavoneaba con que superaría en riqueza al mexicano Carlos Slim, entonces el hombre más rico del planeta. “Lo único que no sé es si voy a adelantarlo por la izquierda o por la derecha”, alardeaba en 2011. No tuvo esa suerte. Su imperio de empresas de logística y extracción de crudo y gas, que surfeaba en la ola del presal, el petróleo profundo hallado en el litoral de Río, se desmoronó en 2013. Los inversores lo abandonaron cuando descubrieron que las reservas prometidas no existían. Acabó la ostentación.

Filipe Moreira, primer bailarín del Theatro Municipal de Río de Janeiro. En la segunda foto, sala de la Universidad Estatal de Río, que tuvo que aplazar cinco veces el inicio del curso 2016-2017 por falta de fondos.

Batista pretendía resucitar con el lanzamiento de una pasta de dientes “milagrosa” cuando fue detenido el pasado enero. Le raparon sus implantes capilares de 30.000 reales como a cualquier criminal y se demostró que ser un hombre hecho a sí mismo, como él decía, tenía un precio: por lo menos 150 millones de reales —­más de 40 millones de euros— que había pagado en sobornos a su amigo y exgobernador de Río Sérgio Cabral para que favoreciese sus negocios.

Cabral, que en 2009 daba saltos de cuatro palmos junto a Pelé y el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva cuando Río de Janeiro conquistó la organización de los Juegos Olímpicos en Copenhague, es otro de los antihéroes de esta historia. Desde uno de los colchones que usaron Nadal y Bolt en la Villa Olímpica, donados tras los Juegos a las prisiones cariocas, el exgobernador se enfrenta a 10 procesos judiciales, relatos detallados de cómo lideró una mafia para vaciar las arcas públicas que incluyen diamantes, mochilas llenas de dinero y coches blindados para transportar sobornos. En la cárcel desde noviembre, la fiscalía lo acusa de desviar millones de las obras de la reforma del legendario estadio de Maracaná, de la ampliación del metro —inaugurado tarde y más caro de lo previsto poco antes de los Juegos—, de infraestructuras previstas para las favelas y hasta de contratos de compra de prótesis hospitalarias. En aquellos días de euforia y saqueo multimillonario, viajaba a París con secretarios y empresarios hoy acusados de corrupción para beber champán mientras sus mujeres posaban mostrando a la cámara la suela roja de sus tacones Louboutin.

Protestas en el centro de Río de Janeiro contra el aumento de la tarifa del transporte acaecidas en enero de 2016.

El exgobernador, del Partido del Movimiento Democrático Brasileño, el mismo al que pertenece el presidente, Michel Temer, lo niega todo. Pero los investigadores calculan que, entre lingotes de oro y montañas de billetes, logró acumular, después de siete años en el cargo, una fortuna en cuentas bancarias en el extranjero de cerca de 100 millones de dólares. En junio, durante su primer juicio, sus abogados alegaron como defensa que Cabral llevó a la población de Río a un “momento extraordinario”. El juez lo condenó a 14 años y 2 meses de prisión.

Desde que Río de Janeiro logró hacerse con la sede olímpica, el entusiasmo emborrachó a sus gobernantes. Se proyectaron obras faraónicas, se gastaron millones en llevar policías a las favelas, se redujeron efectivamente los índices de criminalidad, se crearon empleos, se inauguraron museos y se dispararon las plazas hoteleras. Pero los Juegos, en realidad, estaban aplazando el desastre que se desenmascararía después con el Gobierno de Luiz Fernando Pezão, mano derecha de Cabral. Menos de dos meses antes del evento, el Estado de Río decretaba “calamidad pública” y pedía al Gobierno federal un socorro financiero de 2.900 millones de reales —cerca de 900 millones de euros— 0 para garantizar los servicios públicos y la seguridad. No había dinero ni para abastecer de papel higiénico las comisarías de policía. El caos que se desencadenaría después fue solo cuestión de tiempo.

Luiz Fernando Pezão, gobernador de Río de Janeiro. En la segunda foto, el estadio de Maracaná, reabierto para turistas el 1 de junio, pero su actividad es casi nula.

La angustia de un bombero solitario intentando apagar el fuego de cuatro autobuses incendiados sin más ayuda que la manguera sacada de un cine próximo, ilustra otra de las escenas de la tragedia carioca. El hombre domaba con esfuerzo el torrente de agua, pero las llamas avanzaban y los tanques de gasolina de los vehículos explotaban, escupiendo bolas de fuego que le obligaban a retroceder. A su alrededor, algunos curiosos con la cara casi ardiendo de calor, una nube de humo negro y un escenario de guerra: barricadas, contenedores de basura del revés y piedras y cristales por el suelo. Unas calles más atrás, la policía, parapetada con cascos y uniformes negros antidisturbios, perseguía manifestantes con fusiles de balas de goma y gas lacrimógeno. Los coches de los bomberos —también con el sueldo atrasado— tardaron 40 minutos en llegar. Aquella escena de un viernes por la noche en el centro turístico de Río fue el remate de una jornada de huelga general, la del 31 de marzo, que paró decenas de Estados en Brasil sin incidentes graves. Pero en Río ya no se protesta en paz. Estudiantes y funcionarios furiosos con sus cuentas en números rojos protagonizan movilizaciones en el centro de la ciudad desde noviembre, casi todas reprimidas por la policía, igual de asfixiada por las deudas que los manifestantes. “Me siento humillada. Me llaman todos los días para exigir el pago de deudas. Con mi pensión [937 reales, menos de 300 euros] conseguía pagar mis cosas, pero hoy tengo que elegir entre comer o cenar”, contaba en una de esas manifestaciones, a principios de año, la jubilada Creusa Maia dos Santos, de 56 años, monitora de comedor en un colegio público. “Estoy enferma, tendría que alimentarme cada tres horas, ¿entiendes? Hace dos días que no paro de llorar”.

La ruina en la que ha acabado la euforia olímpica se puede comprobar también en las instalaciones deportivas raramente usadas o cerradas, en los 100 millones de reales —30 millones de euros— que el Comité Río2016 aún debe a sus proveedores y en las esquinas de los barrios ricos de la ciudad: cuando oscurece, casi 15.000 personas, entre ellas más de 500 niños y adolescentes, se esconden bajo mantas ásperas que dejan al descubierto pies descalzos y cuarteados. Más del 40% de ellos desembarcaron en la calle hace menos de un año, cuando Río aún se vendía como una de las ciudades más prometedoras del mundo.

Cola en la sede del Ministerio de Trabajo para solicitar el subsidio de desempleo. En la siguiente foto, grupo de sin techo que duermen al raso cerca de la playa de Leme.

La falta de fondos también mantiene sin dinero los cuarteles de la Policía Militar y las comisarías, que no pueden ni abastecer los coches patrulla. El miedo se está adueñando en las calles y lleva al límite a ciudadanos que han aprendido a distinguir un fusil 7.65 de una ametralladora Uzi. La madrugada del 9 de junio, Danielle Frangelli llamó a un uber para volver a casa tras pasar la noche bailando samba. Al llegar a su apartamento, en una calle de palmeras imperiales de un barrio de clase media-alta, pidió al conductor y a la madre de una amiga que la acompañaba que esperasen a que entrase en el portal. No dio tiempo.

“De repente, cuando estaba a cinco pasos de la puerta, apareció un coche con una de esas frenadas de película y salieron dos hombres superagresivos”, relata. “Uno de ellos estaba con un revólver y fue hacia el coche, y el otro apuntó hacia mí una ametralladora. Pensé: ‘Si me dispara con eso, no tengo ninguna posibilidad de sobrevivir”. En ese momento, Frangelli oyó la puerta del portal abrirse y durante los 10 segundos que tardó en girarse, entrar en la portería y lanzarse al suelo pensó que iba a morir. El portero, de 70 años, se tumbó con ella aterrorizado. “Darme la vuelta y correr fue la peor reacción posible, pero sentí un alivio profundo por no haberme llevado un tiro en la espalda. Con esta ola de violencia, todo cuidado es poco. Se llevaron el coche y todas las pertenencias, pero gracias a Dios no dispararon a nadie”. A sus 28 años, era la cuarta vez que sufría un asalto, el tercero a mano armada.

Vista de la comunidad de Santa Marta, donde en 2008 se instaló la primera Unidad de Policía Pacificadora (UPP).

Río siempre ocupó titulares por su violencia, pero, agotada la atención internacional y sin dinero para pagar horas extras a los policías, los índices de criminalidad se dispararon y volvieron a niveles de 2010, la época de los viajes del exgobernador Cabral a París. El año pasado hubo 6.248 víctimas de muertes violentas, un 25% más que en 2015. El mes de abril, por ejemplo, fue el que más se robó en Río desde 2003. Con 23.000 casos, se registró una víctima cada dos minutos. El número de denuncias incluso hubiera abultado más de no ser porque la Policía Civil, harta de no cobrar su sueldo y llevarse el papel higiénico de casa, mantuvo una huelga de casi tres meses que solo acabó el 7 de abril.

“Faltan recursos básicos esenciales para prevenir e investigar delitos, desde coches patrulla hasta el mantenimiento del sistema informático. El crimen organizado está siempre vigilante y sabe leer este escenario de fragilidad”, lamenta un comisario de policía destacado en una de las zonas más violentas de Río. “Con las policías debilitadas, el caos es una realidad próxima e inevitable. El caos, por cierto, sería una oportunidad única para debatir soluciones de largo plazo, pero lamentablemente no es lo que estamos viendo”.

La Baixada Fluminense, región metropolitana de Río de Janeiro que concentra buena parte de las muertes violentas del Estado.

En las áreas más pobres, el Estado ha naufragado. El exmultimillonario Batista, hoy bajo arresto domiciliario en su mansión, fue también mecenas del proyecto de pacificación de las favelas, lanzado por su amigo Cabral con vistas al Mundial de Fútbol y los Juegos. A partir de 2008, con inyecciones de millones de euros, policías militares ocuparon 38 comunidades estratégicas, expulsaron por un tiempo a narcotraficantes armados y redujeron los índices de criminalidad. Nueve años después, las favelas se desangran pidiendo paz. Si en 2011 hubo apenas 13 tiroteos entre policías y criminales en esos barrios, en 2016 se superaron los 1.500, según los datos de la propia Policía Militar, que, veladamente, hace campaña para acabar con el proyecto.

Los traficantes reconquistaron poco a poco el territorio con armas de guerra. Se sospecha que parte de la tropa policial está cobrando sobornos para facilitar la vida de los criminales mientras mueren cada semana agentes y vecinos atrapados en los tiroteos. Paulo Henrique Oliveira de Morais, de apenas 13 años, se convirtió en abril en otra víctima colateral de esa guerra entre traficantes y policías. Recibió un tiro en la barriga cuando se dirigía a casa de un amigo para jugar a la consola. Su barrio, conocido como el complejo de favelas de Alemão, es una enorme loma cubierta de casas de ladrillo desnudo con tejados metálicos. Ocupado por la policía en 2010, hoy vive en un luto permanente. Nadie se acuerda de 2015, cuando la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, se subió al teleférico que sobrevuela la favela y dijo sentirse “en una estación de esquí”, en referencia a los Alpes. El teleférico, hoy abandonado porque no hay dinero para mantenerlo, es otra de las obras que pudo haber llenado la caja fuerte de Cabral.

La policía investiga un doble homicidio en la Baixada Fluminense.

El bailarín Filipe Moreira volvió a los escenarios el pasado 15 de junio. Estrenaba Carmina Burana, la obra más conocida de Carl Orff. En una especie de grito de socorro, el ballet, el coro y la orquesta sinfónica al completo se juntaron por primera vez este año para poner de nuevo en la agenda cultural de la ciudad el Theatro Municipal. Las dietas, el transporte, el mantenimiento de los instrumentos, el maquillaje y el vestuario salieron del bolsillo de los artistas. El locutor presentó el espectáculo alertando: “Con tres meses de salario atrasado, llegamos al límite de nuestras fuerzas, posibilidades y dignidad. Si perdura esta situación, no sabemos hasta cuándo será posible mantener la programación”. Todas las entradas se agotaron y durante siete emocionantes minutos el público aplaudió a artistas que han pasado a depender de las donaciones de los cariocas para comer. “Es nuestro grito de supervivencia”, resume Moreira. “Estamos sufriendo, pero continuaremos gritando”.

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Sobre la firma

María Martín
Periodista especializada en la cobertura del fenómeno migratorio en España. Empezó su carrera en EL PAÍS como reportera de información local, pasó por El Mundo y se marchó a Brasil. Allí trabajó en la Folha de S. Paulo, fue parte del equipo fundador de la edición en portugués de EL PAÍS y fue corresponsal desde Río de Janeiro.

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