Lula, condenado
La derrota judicial del expresidente no es una buena noticia para Brasil
La condena en primera instancia a nueve años de cárcel por corrupción pasiva y lavado de dinero del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva no es una buena noticia para Brasil. Además del grave golpe a la figura más emblemática del gigante sudamericano en los últimos años, ahonda la situación de incertidumbre política e institucional en la que ya se encuentra el país y abre un complicadísimo horizonte hasta las próximas elecciones presidenciales, previstas para octubre de 2018.
Editoriales anteriores
Lula es una figura clave en el pasado reciente de un país que ha logrado convertirse en una de las principales economías del mundo en la que 30 millones de personas han podido salir de la pobreza e incorporarse a la clase media. A la polémica destitución de la presidenta Dilma Rousseff —recordemos que no fue acusada de corrupción sino de maquillajes contables—, se une ahora la revelación de una extendida corrupción endémica y una nueva tormenta institucional con el procesamiento por corrupción contra el actual presidente, Michel Temer.
En ese contexto, Lula había planteado su retorno a la política como una operación de salvación nacional, y también de rescate de su debilitado partido. Ahora ese proyecto queda en el aire y cuestionado en su viabilidad.
Dado que la condena es recurrible —quedando desde ese momento suspendida y, por tanto, habilitando al expresidente a volverse a presentar a unas elecciones— el veredicto no aparta a Lula definitivamente del escenario político. Pero supone sin duda un durísimo revés tanto para sus aspiraciones personales como para las de su formación, el Partido de los Trabajadores (PT), que tiene la obligación de seguir aspirando a representar legítimamente los intereses de una importante proporción de brasileños. El problema es que el PT, que lleva años golpeado por los escándalos, había recurrido a Lula casi como último cartucho y ahora no tiene un plan B. El que el resto de los partidos importantes estén casi igualmente desarbolados, lejos de constituir un magro consuelo, da muestra del aterrador estado en el que se encuentra el panorama político brasileño.
Una mayoría abrumadora de los responsables políticos de los últimos años han estado operando en una maquinaria engrasada por la corrupción. Quienes no han participado directamente en ella han mirado hacia otro lado o no han hecho lo suficiente por combatirla.
Brasil dio un salto de gigante, recibiendo la admiración de todo el mundo y convirtiéndose en exitoso ejemplo para muchos países y sociedades. Sin embargo, la corrupción siempre termina devorando los sistemas a los que parasita. En este caso, además de la ruina política e institucional, ha hecho que la clase política esté completamente desacreditada ante la opinión pública. Un descrédito que unido al estancamiento económico, fruto en parte de la parálisis en la toma de decisiones políticas, puede contagiarse rápidamente al propio sistema democrático y ser aprovechado por el discurso populista que ya ha demostrado su eficacia en otras latitudes. Y Brasil no es inmune a este tipo de manipulaciones.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.