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Columna
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Dalí y Aznar

Manuel Rivas

HAY ALGO daliniano en el personaje que interpreta José María Aznar. Podría considerarse de entrada que la comparación es impertinente, pues el expresidente carecería de un atributo principal que invalidaría la semejanza: eso que llamamos genialidad. Pero alguien tendría que decírselo, que no es un genio, mirándole a los ojos, y si nadie se ha atrevido, como parece evidente en todas y cada una de sus apariciones, captadas por los telediarios con temor reverencial, he ahí la evidencia de que estamos ante el puro genio.

En Historia alternativa del siglo XX, editado por Taurus, John Higgs reproduce esta confesión de Dalí: “Todas las mañanas, cuando me despierto, siento una alegría suprema: la de ser Salvador Dalí. Y me pregunto, entusiasmado, qué cosa prodigiosa hará hoy Salvador Dalí”. Apostilla Higgs: “Muy poca gente se permitiría decir una frase como esa en voz alta”. Pues entre esa “muy poca gente” está el único español que demostró con su propio ejemplo que Charlton Heston no era el Cid Campeador. Lo que se dijo Dalí ante el espejo, entusiasmado de sí mismo, ¿no fue lo que vino a decir Aznar, en voz alta y en pantalla, entrevistado por Bertín Osborne?

Pero hay una diferencia radical de estilo entre los personajes Dalí y Aznar. El artista actuaba, o sobreactuaba, y lo sabía.

Veamos otra declaración de Dalí: “Yo soy el surrealismo”. Fue algo que impresionó al mismísimo Sigmund Freud: “Siempre me he sentido inclinado a considerar a los surrealistas como unos absolutos idiotas, pero ese joven español, con su mirada cándida y fanática y su innegable maestría técnica, me ha hecho cambiar de opinión”. Como contraste, John Higgs recoge otra opinión sobre ese episodio, la de Henry Miller: “Dalí es el mayor gilipollas del siglo XX”.

¿Es compatible lo que dicen sobre el mismo personaje Freud y Miller? Sí, si damos por buena la teoría de los universos paralelos de Hugh Everett, según la cual algo puede ser, o estar siendo, una cosa y la contraria, lo que explicaría el misterio de lo subatómico, en la física cuántica. La teoría de Everett fue en su momento ridiculizada. Él abandonó la física, murió todavía joven, en 1982, y tal como había querido, nos cuenta Higgs, sus cenizas fueron tiradas a la basura. Ahora, la teoría de los universos paralelos vuelve a estar en un primer plano. David Deutsch, profesor de física de Oxford, afirma que es la única explicación defendible “de una realidad increíble y contraria al sentido común”.

Al igual que Dalí dijo “yo soy el surrealismo”, Aznar puede afirmar, sin causarnos ninguna extrañeza: “Yo soy el sentido común”. Pero hay una diferencia radical de estilo entre los personajes Dalí y Aznar. El artista actuaba, o sobreactuaba, y lo sabía. Digamos que su superyó se imponía a su yo de forma consciente. En el caso de Aznar, también actúa, pero da la impresión de que no lo sabe. El superyó domina al yo de manera inconsciente. O como decía aquel genio jorobado de Gotinga llamado Georg Lichtenberg: “Hay gente que cree que todo cuanto se hace poniendo cara seria es razonable”.

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Paladeo la libertad en Examen de ingenios (Seix Barral, 2017) de J. M. Caballero Bonald. Existe la impresión, bastante verosímil, de que los escritores contemporáneos no se leen: se vigilan. Y hay gente que incluso cuando habla bien de alguien, lo pone a caer de un burro. Caballero Bonald se mueve en otra dialéctica, que no es la del amigo o enemigo, la hostilidad o el ditirambo. Comparte maravillas e ironías. Nos regala descubrimientos. Lo inesperado. Siempre dan ganas de embarcarse con él, de estar allí. En sus poemas y ficciones, en sus memorias. Cuando escribía de sus tíos jerezanos, que vivían voluntariamente encamados, te apetecía leer el libro encamado. En Examen de ingenios hay momentos afilados, pero no de arma blanca. El cuchillo de J. M. Caballero Bonald es como el que nuestro amado Lichtenberg incluía en su Catálogo para la subasta de una colección de objetos y artefactos: “Cuchillo sin hoja, al que le falta el mango”.

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No fue el golpe de una manzana caída mientras dormía la siesta en la campiña de Lincolnshire lo que llevó a Isaac Newton a formular la ley de gravedad, sino un muy jaleado best seller de la época y que a él se le cayó de las manos.

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