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Columna
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Los vejestorios cabrones

Javier Marías

EN UNA CENA reciente con Tano Díaz Yanes y Antonio Gasset, el primero, al que divierte asomarse a las redes para ver las barbaridades que sueltan los usuarios —hasta si son contra él—, comentó que a los miembros de nuestra generación se nos llama allí con frecuencia “los vejestorios cabrones”, independientemente de a qué nos dediquemos cada cual. Andamos todos por los sesenta, o casi, o más, así que la primera parte del apelativo se comprende y no es objetable, aunque me pregunto cómo serán llamados entonces gente como Vargas Llosa, que ya ha cumplido los ochenta, o Ferlosio y Lledó, que rondan los noventa. “¿Cabrones por qué?”, pregunté por curiosidad. En España es inevitable que cualquiera sea considerado un cabrón, incluidos Vicente del Bosque, Iniesta y Nadal, por mencionar a tres individuos rayanos en lo beatífico. Pero quería saber si había algún motivo en particular. “Porque seguimos activos, no nos quitamos de en medio y, según los que nos lo llaman, obramos como un tapón para las nuevas generaciones”. Y me aclaró que el reproche lo suscriben desde verdaderos jóvenes hasta cuarentones y aun cincuentones, es decir, personajes que están a punto de convertirse, a su vez, en “vejestorios” y en “tapones” para los que vienen a continuación.

Hay profesiones —las artísticas— en las que no se jubila a sus practicantes, o no por las bravas, depende del público.

España es un país gracioso. Como algunos lectores saben, yo tuve la fortuna de publicar mi primera novela a los diecinueve. Sin duda eso contribuyó a que se me considerara “joven autor” durante mucho más tiempo del que me correspondía, y en 1989, con treinta y ocho, escribí un artículo titulado “La dificultad de perder la juventud”. Claro que entonces no me imaginaba que el sambenito me duraría —“jovenzuelo”, “promesa” y cosas por el estilo— hasta rondar los cincuenta. Es una manera típicamente española de desmerecer: uno es eso, “prometedor”, cuando ya empieza a peinar canas. Molina Foix contó la anécdota de un Premio de las Letras en el que el jurado desestimó a Gil de Biedma, que andaba por los sesenta y moriría poco después, a la voz de “No estamos aquí para juvenilismos”. Y fui testigo de cómo se pretirió a Benet en favor de Jiménez Lozano, arguyendo que aquél tenía menos edad (de hecho era tres años mayor). Benet murió meses más tarde y Jiménez Lozano continúa vivo, creo, y que Dios lo guarde mucho tiempo más. Lo cierto es que aquí se pasa en un soplo de ser un jovencito inmaduro a ser un vejestorio cabrón. Yo diría (mi caso es el que mejor conozco) que no he sido lo uno ni lo otro durante un decenio de mi vida, con suerte. (No se olvide que a la palabra “vejestorio” la acompañan indefectiblemente otras como “caduco”, “anticuado”, “rancio”, “trasnochado”, “prehistórico” y demás).

Comprendo bastante a esos jóvenes y menos jóvenes encabronados. En la sociedad en general, hace siglos que se les abre paso por decreto, jubilando a gente de cincuenta años o menos (como sucedió en RTVE). Algo extraño cuando la vejez se ha atrasado enormemente y alguien de esa edad suele estar en plenitud de facultades. Pero todo sea por hacer sitio a los siguientes, sacrifiquemos a los maduros. El problema es que hay profesiones —las artísticas— en las que no se jubila a sus practicantes, o no por las bravas, depende del público. Lo ridículo es creer que la actividad prolongada de cualquier escritor, cineasta, músico o pintor impide el éxito de los que vienen después. En esos campos hay lugar ilimitado, y que Bob Dylan y los Rolling Stones den aún conciertos no perjudica a ­Arctic Monkeys ni a Rihanna. O que Polanski, Eastwood y Scorsese rueden películas no afecta a Assayas ni a James Gray. Durante décadas de mi larguísima y falsa juventud estaban activos Delibes, Cela, Matute, Chacel, Torrente, Borges y Bioy Casares; también Benet, Hortelano, Marsé, Martín Gaite, Ferlosio, Cabrera Infante, Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, Mutis, los Goytisolo, Fuentes y muchos más. Jamás se me ocurrió pensar que constituyeran un “tapón” para Mendoza, Vila-Matas, Azúa, Pérez-Reverte, Montalbán, Savater, Moix, Muñoz Molina, Bolaño, Landero, Chirbes, Luis Mateo Díez, Guelbenzu, Pombo, Puértolas y tantos “vejestorios” o muertos actuales más. Ahora hay —en consonancia con la puerilidad reinante, y lo propio de los niños es engañarse y fantasear— una tendencia a creer que si uno no triunfa debidamente es por culpa de los demás, sobre todo de los que “obstruyen” el escalafón, como si las artes fueran cuestión de eso y no de una mezcla de talento y suerte, o sin mezcla. (Bien es verdad que aquí se ha procurado premiar tradicionalmente la edad.) A Almodóvar, por recurrir a un caso de éxito indiscutible, en sus inicios y no tan inicios, no lo “taponaron” las ­películas de Berlanga, Saura o Bardem. Las cosas no son tan simples y automáticas como quieren creer los quejosos y los enfurecidos: el día que por fin desaparezcamos —seguramente por cansancio— los “vejestorios cabrones” de hoy, no se producirán “vacantes” ni “ascensos” inmediatos. Esto no es como el Ejército, con rangos, ni como el fútbol, con goles y puntuación.

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