Una España moderna
Hace cuarenta años que se votó en libertad y se recuperó la democracia
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Hace hoy 40 años que se celebraron en España las primeras elecciones democráticas después de la dictadura. Una convocatoria en la que participaron partidos de toda condición ideológica que marcó el hito de no retorno en la evolución democrática del país. Esta culminaría en una Constitución muy avanzada; en la afirmación de un Estado de derecho y no meramente un estado de leyes; en la sucesión en el poder de distintos partidos rivales; y en el diseño y puesta en práctica de un modelo de poder territorial de verdadero autogobierno político, igualmente accesible para todas las comunidades, pero diferenciado en cuanto a su velocidad y su alcance competencial, según la voluntad política y las características de cada una de ellas.
Estos cuatro decenios han constituido y consolidado la etapa democrática más profunda y duradera de toda nuestra historia reciente. Los principios de una persona, un voto; de la consagración de los derechos individuales fundamentales según las altas exigencias de la Declaración de Naciones Unidas y del Convenio Europeo de Derechos Humanos; del reconocimiento a las identidades colectivas y sus consiguientes derechos lingüísticos y culturales; de la separación de poderes; del gobierno de la mayoría y el respeto a las minorías, han permitido a este país atribulado por una reciente historia tormentosa incorporarse al grupo de las democracias más adelantadas.
Todo ello no se ha logrado fácilmente. La transición de la dictadura a la democracia concitó la inquina de ultras, nostálgicos, golpistas y terroristas de nuevo cuño. Muchos ciudadanos entregaron su vida en aras de la reconciliación de los antiguos enemigos y las libertades de todos. Pero no por ello aquel proceso -pese a sus momentos más difíciles- dejó de ser considerado como un modelo (esencialmente pacífico en su diseño y su puesta en práctica) para muchos que querían transitar un camino similar.
Pese a las imperfecciones y errores que toda construcción humana conlleva, resulta profundamente injusto para las generaciones que la hicieron posible que desde el extremismo antisistema o el centrifuguismo territorial se zahiera, desprecie o minimice los logros alcanzados. Y también para las generaciones más jóvenes, que tienen derecho a reconocerse en la página más brillante de la historia española en los últimos siglos.
Ni la democracia española es "el régimen de 1978" como a veces se propala para asociarla implícitamente a la anterior autocracia (el "régimen" por antonomasia, el del caudillo); ni está dañada en sus normas, instituciones o desempeños; la transición democrática fue para todos, no para una de las dos Españas, y no debe fragmentarse.
España está hoy justamente equiparada con las mejores democracias occidentales. Y finalmente bien colocada en la Europa comunitaria, entre los mejores países del mundo. Claro está que esa realidad para nada debe llevarnos a la complacencia por lo alcanzado. Pero tampoco a denigrarlo o empequeñecerlo. La España democrática de hoy ha logrado resolver, encauzar o diluir algunos de los grandes problemas sistémicos de su historia anterior.
En efecto, de una economía atrasada y pobre hemos pasado a una economía moderna y próspera (aunque convenga mejorar y equilibrar el modelo de crecimiento). Los problemas sociales tradicionales han pasado a ser o digeridos, o tratados y situados en sus límites racionales: y la cohesión social y territorial propias de un Estado del bienestar, aunque con vaivenes y reveses, se ha afianzado.
Además, la cuestión del fanatismo religioso y de la injerencia de la Iglesia católica sobre el poder civil, así como la de la atávica insurgencia militar se han desvanecido. La igualdad de género y la libertad sexual ha recorrido pasos de gigante, entre los países pioneros. Y los focos de la violencia terrorista han sido, tras mucho esfuerzo y sacrificio, domeñados. ¿Acaso todo ello no es merecedor de reconocimiento público y de satisfacción (por no decir orgullo) colectivos?
Que tengamos por delante, todavía, retos mal resueltos y asignaturas pendientes -como les sucede a muchas otras democracias- debe ser acicate del cambio, no motivo de depresión colectiva, ni de enmienda a la totalidad. La rigidez de la vida política y de algunas instituciones, especialmente los partidos políticos, la escasa innovación en las relaciones económico-sociales; el verticalismo administrativo; la extensión de los segmentos sociales sometidos a la miseria, la pobreza energética y la desigualdad creciente; la aspereza y súbito encrespamiento de la cuestión catalana… Todo eso debe empujarnos a presionar más a las autoridades y los representantes políticos en pro de un catálogo de amplias reformas, incluida la constitucional., necesaria para actualizar aquel magnífico texto para que ahora pueda darnos otros 40 años de tan meritorios logros en libertad.
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