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Perfil

Daniel Divinsky. Las ondas expansivas de Mafalda

Daniel Divinsky, retratado 
en su domicilio.
Daniel Divinsky, retratado en su domicilio.Mariana Eliano
Leila Guerriero

EN UN tono de reconvención jocosa, la voz, desde el portero eléctrico, no dice “¿Quién es?”, sino:

—Británica… casi.

Falta un minuto para las cuatro de la tarde. La cita era a las cuatro.

—Ya bajo a abrirte.

Daniel Divinsky terminó hace meses de desocupar su casa natal, en el barrio de Villa Crespo, Buenos Aires, donde se crio y vivió hasta los 27. Durante los últimos años ese sitio funcionó como depósito de Ediciones de la Flor, la editorial que él fundó en 1966, donde publicó a lo largo de casi medio siglo a Rodolfo Walsh, Quino, John Berger, Lezama Lima, Roberto Fontanarrosa, Fogwill, entre cientos de otros, y que desde 2105 ya no es suya. La puerta del ascensor se abre en la planta baja de un edificio que está frente al zoológico de Buenos Aires y Divinsky camina hacia la puerta de entrada, jeans, suéter y, ahora que se operó, sin gafas.

—Qué puntualidad.

Su departamento es un dúplex en un piso alto. No parece el lugar donde vive una persona nacida en 1942, sino un sitio habitado por un diseñador de 30 años. Una puerta ventana da al balcón que se derrama con vértigo sobre las copas de los árboles del zoológico. En el rellano de la escalera que lleva al piso superior hay una mesa antigua cubierta por algunos de los libros que trajo de su casa natal.

—Esa mesa era del comedor de la casa de mis viejos. Yo pensé que eran pocas cosas las que tenía que sacar, pero eran 60 cajas. Estaba mi biblioteca juvenil, más la de mis viejos. Voy a vender la casa. Mañana firmo.

—¿No te sacudió revolverlo todo?

—No le tengo cariño retrospectivo. Era una casa introvertida, porque la habitación que daba a la calle era el consultorio médico de mi viejo, entonces estaba cerrada. No, no siento que haya sido una infancia muy feliz.

Sobre la mesa antigua hay un ejemplar de la revista Primera Plana de diciembre de 1962. Allí, el periodista Ramiro de Casasbellas publicó una nota titulada “De Salgari al derecho internacional, Daniel Divinsky, un abogado de 20 años sin iliquidez”. La nota destaca un logro inusual: Divinsky se recibió de abogado a los 20 años, tras haber cursado la carrera en cuatro. El fenómeno se debió, en parte, a que para alcanzar a dos de sus mejores amigos que rindieron un año del secundario libre, Divinsky hizo lo propio y terminó el colegio antes.

“Mi padre me dijo: ‘Allá vos, dejar una profesión universitaria para vender papel impreso…”.

—¿Cómo llegó esa información a Primera Plana?

—Porque resulta que yo militaba en la universidad en el movimiento reformista y ahí estaba Carlos Barbé, que era periodista del diario La Razón, y cuando me gradué hizo un sueltito en La Razón y Ramiro de Casasbellas, que trabajaba en Primera Plana, lo encontró y publicó eso, y ayer, revolviendo, la encontré.

Carlos Barbé que lleva a La Razón que lleva a Ramiro de Casasbellas que lleva a Primera Plana que lleva a la casa de la infancia: Divinsky habla en un aluvión de sintaxis fluida, con voz aguda y casi sin respirar, como si la mente fuera demasiado rápida y él tuviera que sacarse todo ese lenguaje de adentro como si le quemara, y expone todas las relaciones que llevan de una cosa a la otra con rapidez bulímica, usando conectores remilgados de manera irónica —“dicho lo cual”, “asumidas que fueron las consecuencias”—, y transformando respuestas sencillas en alocuciones repletas de nombres propios y fechas exactas. Pero a veces da respuestas cortas después de las cuales se queda callado, como si no tuviera nada más para decir.

—¿Eras obediente a las indicaciones de tus padres?

—Bastante.

Hace silencio y baja el mentón.

—Por temor más que por convicción. Mi viejo era un tipo adusto, de poquísimas palabras.

Divinsky, joven abogado.

José Divinsky, su padre, llegó a Argentina desde Odessa siendo un niño, en la primera década del siglo XX, en un camarote de barco de tercera clase de frenética pobreza, pobreza que continuó en la vida que llevó en Buenos Aires donde hizo toda clase de trabajos hasta recibirse de médico cuando, de todos modos, siguió trabajando de sol a sol: dos hospitales en la mañana, un instituto municipal de deporte después de mediodía, su consultorio en la tarde.

—Mi padre hablaba poco de las privaciones que tuvieron que pasar y que se traducían en costumbres que a mí me avergonzaban muchísimo, como pelar una manzana no dejando ni un poquito junto a la cáscara. Cosas de gente que pasó hambre.

—¿Tu madre también era parca?

—No. Hablaba todo lo que mi viejo no hablaba. Totalmente controladora.

—¿Tu relación con ella era buena?

—Era la relación de controlado-controladora. Leía mucho. Seguía varios programas culturales de radio y anotaba los libros que se recomendaban. Cuando mi viejo iba al centro se los compraba, y a mí me compraba policiales. A veces compraba en librerías de segunda mano. Iba a una de Corrientes, cerca de El Aguilucho, que era una casa que vendía aeromodelismo y todo eso, que estaba en Corrientes y Paraná, y se llamaba El Aguilucho por Óscar Gálvez, el famoso piloto de automovilismo, paciente de mi viejo. En realidad, Gálvez…

Le debe su precocidad lectora a una enfermedad renal, nefritis, que lo obligó a permanecer en cama a los cuatro años. Para entretenerlo, sus tías le enseñaron a leer y a los cinco lo hacía de corrido. Estudiaba, leía, jugaba al fútbol en la vereda (aunque sus padres solo le permitían hacer de arquero: no querían que bajara a la calle). El colegio —el primario, el secundario— pasó rápido. Llegó a los 16 con la convicción de estudiar letras.

—Pero mi viejo me dijo: “Tenés que ganarte la vida. ¿Qué vas a hacer con letras, vas a ser profesor toda tu vida?”. Elegí derecho y estudié como un condenado para terminar rápido. Mi gran salida semanal era los sábados. Estudiaba y a eso de las seis iba a las librerías y disquerías de Corrientes y volvía con discos y libros y me quedaba en mi casa.

Dos libros de Ediciones de la Flor.

Con algo de desprecio retroactivo, dice:

—Era bastante patético.

Apenas recibido, Divinsky empezó a trabajar de abogado con un socio, Óscar Finkelberg. Mientras, intentó hacer un curso de Sociología, pero en 1966 el Gobierno militar de turno desalojó violentamente las universidades estatales, tomadas por alumnos y profesores en protesta contra el régimen. Los cursos fueron cancelados y Divinsky se quedó sin plan.

—Mi socio dijo: “Pongamos una librería”. Pedimos prestado y conseguimos 300 dólares entre los dos.

Como el dinero no alcanzaba para una librería, se asociaron con Jorge Álvarez, editor independiente que había publicado los primeros libros de Ricardo Piglia, Manuel Puig y varios volúmenes de Mafalda, de Quino. Así fue como la editorial de Divinsky —­cuyo nombre fue inspirado por Pirí Lugones, asesora editorial de Álvarez, cuando dijo: “Ah, pero ustedes quieren hacer flor de editorial”— vino al mundo en 1966.

—Y recién a los 27 me fui a vivir solo.

—Hasta los 27 estuviste bajo…

—Bajo la protección o el yugo doméstico de mi familia. Para mi vieja fue dramático que me fuera. Pero para mí fue fantástico. Aparecían Vinicius y Toquinho con Maria Creuza en mi departamentito, cocinando fideos a las tres de la mañana.

Poco después, Jorge Álvarez vendió su parte de la editorial para dedicarse a otros proyectos, y sucedió algo que lo cambió todo: en 1970 Quino quiso contratar a Divinsky como abogado. Álvarez se había atrasado con el pago de los derechos de autor.

—Lo derivamos a un abogado amigo y llegaron a una solución. Y Quino dijo: “Por qué no empiezan con Mafalda en De la Flor?”.

Las ondas expansivas de esa pregunta siguen sintiéndose: los libros de Quino vendieron y venden cientos de miles de ejemplares. Fue ese mismo año cuando Divinsky y Ana María Kuki Miller se encontraron.

Divinsky con Kuki Miller, su hijo, Augusto Roa Bastos y Amelia Nassi. En París, en septiembre de 1977.

—Ella había tenido, años antes, una relación con mi socio. Un par de años después murió el padre de ella y fui a su velatorio. Y de ahí salió una invitación para ir al cine, y empezó la historia.

Aún con el éxito de Quino, la editorial estaba en una situación financiera penosa, y Kuki Miller, que había estudiado Economía Política, organizó los números. En 1973 él decidió abandonar la abogacía y dedicarse solo a la editorial. Después se compró una casa.

—El día del golpe en Chile, yo iba con una valija llena de plata a firmar la escritura del departamento donde vivimos con Kuki en República de la India.

Republica de la India es la calle en la que ahora vive, a una cuadra del departamento que habitó hasta separarse, en 2009, y donde aún vive Kuki Miller.

—¿Qué dijo tu padre cuando dejaste la abogacía para dedicarte a la editorial?

—Me dijo: “Allá vos, dejar una profesión universitaria para vender papel impreso”. Todas las familias felices se parecen, pero las infelices, etcétera, etcétera.

—¿No estás cansado?

—Entre lo de ayer en casa de mis padres y esta conversación, quedé agotadísimo. Pero no me había dado cuenta si no me lo decís.

/

—¿Quién es? —dice la voz en el portero eléctrico.

—Leila.

—Pero habíamos quedado a las cuatro y media.

—No, a las cuatro.

Divinsky baja del ascensor en la planta baja del edificio y con un tono de reprobación simpática dice:

—Era a las cuatro y media. Como la vez pasada.

—La vez pasada quedamos a las cuatro.

—No, cuatro y media.

Ya en su departamento, mientras sirve agua y café, dice:

—Che, nena, casi te quedás sin entrevistado. El viernes pasado estaba en una casa que heredé de una tía en un country cerca de Ezeiza…

Sigue a eso la explicación de quién era esa tía y de cómo esa casa llegó a él y de por qué decidió no venderla para, finalmente, aterrizar en el viernes pasado cuando, estando en esa casa, se sintió mal y terminó en una clínica donde le diagnosticaron una isquemia temporaria: falta de irrigación temporaria en el cerebro.

—Supongo que los factores orgánicos son evidentes. Pero el miércoles pasado terminé de vaciar la casa, después hablé con vos y el viernes fue la firma de la escritura…

—¿Entonces sí te habrá afectado desocupar la casa?

—No. Más me movilizó el hecho de la plata. Me desagradó ver esa cantidad de pesos. Ahora me voy a gastar la guita lentamente, durante varios años, en vivir y en viajar, y chau.

/

Un dibujo del despacho de Divinsky.

—Daniel es negador. Es completamente escindido. Eso le permite seguir adelante.

Liliana Szwarcer es pareja de Daniel Divinsky desde hace seis años. El la llama “mi compañera”. Tres décadas atrás, ella trabajaba en una editorial chica. El dueño le indicó que llamara a cinco de las grandes para organizar un estand juntos. En todas la atendieron secretarias. En De la Flor le pasaron con Divinsky.

—Fue una conversación larguísima, y yo me quedé fascinada.

A esa llamada siguió, según dicen ambos, “algo fuerte que no se jugó”.

—Hasta que seis años atrás encuentro un mensaje en mi contestador. Una voz muy risueña que dice: “Hola, Liliana, soy Daniel Divinsky. Te llamo para decirte que me separé”. Nos vimos y arrancamos. Pero no todo fue recoger flores del huerto. No es fácil conocer a Daniel. Los rasgos más evidentes son los del humor y el entusiasmo infantil, arrebatado. Pero las situaciones dolorosas las evade. Una vez cortamos unos días. Y me llamó. Fuimos a un bar, y durante una hora y media hablé y al final le dije: “Por eso es imposible que estemos juntos”. Al salir me dijo: “¿Dónde vamos?”. Le dije: “¿Pero vos entendiste?”. “Sí”. Entonces me di cuenta de que no era que no quisiera entender: no podía porque no escucha.

Los años que duró su pareja con Kuki Miller fueron intensos y, en parte, crueles. Tenían poco más de 30 y un hijo chico cuando ocurrió el golpe militar de marzo de 1976. Perdieron autores y amigos —Walsh, Pirí Lugones, Paco Urondo— víctimas de la dictadura, y muy pronto el viento oscuro de la noche los envolvió también. En febrero de 1977, un decreto los puso a disposición del poder ejecutivo por la publicación de un libro para niños llamado Cinco dedos, en el que los cinco dedos de una mano roja se unían para hacer frente a los de una mano verde que los perseguía. El libro fue acusado de “incitar a la subversión” y los detuvieron cuatro meses y medio. Después se exiliaron en Caracas, mientras en Buenos Aires De la Flor seguía funcionando porque la madre de Kuki manejaba todo siguiendo las instrucciones que su yerno le enviaba por carta. Regresaron en 1983 y le ofrecieron ser director de Radio Belgrano. Su paso por allí hizo época y Kuki, mientras tanto, se ocupó de la editorial. En 1985, Divinsky dejó la radio y se dedicó, tiempo completo, a Ediciones de la Flor, en cuyo catálogo conviven megaventas como Quino, Rodolfo Walsh y Roberto Fontanarrosa con los primeros libros de Maitena, Liniers, Martín Caparrós, obras de Ray Bradbury y Umberto Eco.

—El único criterio para publicar era el gusto. El éxito de los libros de Quino, Fontanarrosa, Walsh permitía apostar a libros inverosímiles, no porque fueran malos, sino porque eran invendibles. Me di todos los gustos.

—¿Y cuál es el gusto de ser editor?

—Exhibicionismo. “Miren qué cosa descubrí que no había descubierto nadie antes”. Jorge Herralde, de Anagrama, siempre dice que el editor reconoce a un autor que era preexistente, no es que lo descubra. Me parece legítimo. Pero uno no puede dejar de presumir de lo que descubrió. Que yo haya buscado y conseguido los derechos de Johnny fue a la guerra, de Dalton Trumbo, y que lo haya traducido Rodolfo Walsh es un orgullo. Y que haya conseguido dos libros de Berger.

Fueron años de buscar derechos, de leer manuscritos. Hoy nada de eso existe. Divinsky y Kuki se separaron en 2009, pero continuaron siendo socios hasta 2015. Y entonces todo terminó. El 15 de septiembre de 2015, él envió un e-mail a la prensa, amigos y conocidos: “El viernes pasado (…) firmé la cesión, a precio irrisorio, de mi parte en Ediciones de la Flor a mi exsocia. (…) La convivencia laboral se había tornado imposible y todo proyecto mío se estrellaba con su enconada negativa”. Seguía contando que el domingo siguiente a la firma del acuerdo se había encontrado “con que vándalos (…) ingresaron el sábado en el edificio (…) y arrasaron con el contenido de mi despacho, vaciando cajones de escritorio y estantes de la biblioteca y ficheros, sustrayendo papeles, documentos (…). Incluso, para despertar sospechas sin duda injustificadas, dejaron papeles manuscritos imitando la letra de Kuki con textos insultantes y amenazadores (…)”.

—Pasamos 39 años juntos. Salvo los cinco últimos, fueron muy buenos. Todo lo que era aceptado con naturalidad, como cierta propensión mía a estar en el centro de la escena, fue complicando todo. Ella fue salvadora económica de la editorial. Era una división del trabajo tácitamente acordada que se cumplió hasta que dejó de cumplirse. Ahora me siento enormemente aliviado. Fue como amputarme algo para conservar la vida del resto del cuerpo.

—Tu hijo no se dedicó a la editorial.

—No, Emilio se dedica a la música. Al contrario. Alguna vez dijo que él tenía una hermana mayor que acaparaba toda la atención de sus padres, que era la editorial.

—¿Y puede tener algo de razón?

—Me es imposible saberlo. Yo sentí que en el tiempo que trabajé en la editorial era, para parafrasear a Evita, la razón de mi vida. Hace cuatro años que no tenemos contacto con Emilio.

—¿Y eso no te dañó?

—Al principio, sí. Después, como a todo, uno se adapta.

/

“El gusto de ser editor es el exhibicionismo: ‘Miren qué cosa descubrí antes que nadie”.

La voz de Kuki Miller llega jovial desde el teléfono. Dice que, a pesar de que el sector atraviesa un momento difícil, Ediciones de la Flor publicó 28 títulos en 2016, sin contar reediciones.

—Pero para serte sincera, no la pasé bien los primeros meses. Todos me tomaban examen, un derivado de los dichos públicos, que todos creyeron. Opté por la discreción. De la Flor es producto de que los dos nos potenciamos mutuamente. De quedarse alguien con la editorial, la única que podía mantenerla funcionando era yo. Daniel es muy buen editor, pero es cero práctico. Yo siento que la editorial es como mi hija mayor. Yo tengo un solo hijo, Emilio, pero a la editorial la crie, la cuidé, la hice engordar. Y no la abandono ni la vendo. Con Daniel he vivido lo mejor y lo peor de mi vida. Y me quedan un hijo biológico y una hija putativa maravillosos. No volvería a ser su pareja, pero si no se hubiera ido, seguiría trabajando con él gustosamente. Valoro el trabajo que hemos hecho juntos, aclarando que pienso que no hay uno por arriba del otro, sino potenciado el uno por el otro. Ahora la editorial está en mis manos y funciona porque tiene una dinámica. Si hubiera quedado solo en mis manos, o solo en manos de él, no hubiera sido lo que es. Es el resultado de dos soñadores, dos irreverentes. Era lo que nos unía.

/

Según el acuerdo que firmó al ceder su parte, durante tres años Divinsky no puede ejercer ninguna tarea editorial. Tiene un programa de radio, Los libros hablan, y le ofrecieron dirigir la carrera de Edición en la Universidad Nacional de Avellaneda. Llegó hace unos días de la feria del libro de Santiago del Estero, provincia argentina, y da detalles del hotel, del librero que lo invitó. De pronto, se detiene.

—A veces soy detallista en cosas que no son necesarias.

—¿No puede ser una forma de no hablar de lo que importa?

—Sí, sin duda. Ese exceso de detalles es una forma de ocultarse.

—¿Tu madre en qué año falleció?

—Y… en… mmm…

Se lleva la mano a la frente.

—Albino Gómez estaba de embajador en Suecia… Estábamos en la feria de Fráncfort y ella se agravó… pero…

Mi viejo murió… hace 24 años… O sea… 2016 menos… sería… en el 92. Y mi vieja debe haber muerto… en el 88.

—¿Te afectó más la muerte de tu madre o de tu padre?

—Diría que de ninguno de los dos. Pero está mal visto decir esas cosas.

De pronto levanta la vista y la voz se vuelve aguda, entusiasta:

—¡Ay, mirá!

Señala el balcón. Hay un colibrí.

—Qué lindo —dice.

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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