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Venenos silenciosos

Belleza tóxica desde el aire. Las imágenes 
que ilustran este reportaje pertenecen 
a los proyectos Side Effects y Toxic Beauty, del polaco Kacper Kowalski, sobre la compleja relación del ser humano con la naturaleza. 
Se trata de fotografías tomadas desde el aire 
en vuelos en parapente a unos 150 metros 
de altura en distintas regiones de Polonia.
En esta foto, una planta 
de producción de sal.
Belleza tóxica desde el aire. Las imágenes que ilustran este reportaje pertenecen a los proyectos Side Effects y Toxic Beauty, del polaco Kacper Kowalski, sobre la compleja relación del ser humano con la naturaleza. Se trata de fotografías tomadas desde el aire en vuelos en parapente a unos 150 metros de altura en distintas regiones de Polonia. En esta foto, una planta de producción de sal. Kacper Kowalski

LA LECHUGA que usted se sirve a la mesa puede muy bien haber sido regada con amoxicilina o ibuprofeno, sobre todo si el suministrador irriga su huerta con aguas residuales; el pescado que consume puede contener metales pesados, particularmente si se trata de un pez grande, depredador; y el filete de carne quizá proceda de un animal tratado con fármacos o alimentado con piensos basura.

El químico estadounidense Thomas Midgley, inventor de los compuestos clorofluorocarbonos (CFC), falleció en 1944 con la satisfacción de haber hecho un gran servicio a la humanidad. Los CFC, utilizados como refrigeradores en el aire acondicionado de los vehículos, la industria y las neveras domésticas, estaban desempeñando un papel importante en la conservación de los alimentos y, por lo tanto, en la lucha contra el hambre en el mundo. Años después, se evidenció que los CFC eran los principales causantes de la destrucción de la capa de ozono.

El suizo Paul Hermann Müller, premio Nobel de Medicina en 1948 por su descubrimiento del compuesto organoclorado DDT (difenil tricloroetano), tuvo peor suerte. Murió en 1965, tres años después de que el libro La primavera silenciosa, de la bióloga marina Rachel Carson, pusiera de manifiesto que su popular insecticida, tan eficaz en la lucha contra la malaria y la fiebre amarilla, había contaminado hasta al último habitante y rincón del planeta, además de extinguir a especies de fauna y flora. Pese a que fue prohibido en los años setenta, la humanidad y los animales al completo seguimos todavía portando cantidades residuales de ese compuesto. El DDT está hoy presente en las placentas, los cordones umbilicales y la leche con que las madres actuales amamantan a los bebés. Además de DDT, nuestros niños presentan muchas otras sustancias de síntesis en orina y sangre.

Una acería.

“¿Es posible hacer un uso sostenible de los productos químicos que mejoran nuestra calidad de vida y, al mismo tiempo, disfrutar de un planeta no contaminado? ¿Podemos seguir vertiendo al medio ambiente todo aquello que nos sobra como si el planeta fuera un sumidero sin fin?”, se pregunta Félix Hernández, catedrático de Química Analítica de la Universidad Jaume I de Castellón. Son interrogantes que llevan tiempo revoloteando sobre la comunidad científica, pero es ahora cuando adquieren un tono de alarma. Las nuevas técnicas de análisis, capaces de detectar concentraciones de sustancias químicas que antes pasaban inadvertidas, han puesto al descubierto un universo contaminante nuevo, inherente a nuestro estilo de vida, que surge del uso intensivo de fármacos y drogas, de detergentes, productos de limpieza, higiene y cosmética, así como de aditivos de gasolina, del consumo de alimentos enlatados y envasados y de los innumerables compuestos plásticos sintetizados por la industria química. Es una toxicidad, por lo general, de poca intensidad, pero silenciosa, múltiple, permanente y global, que se propaga por el aire, los alimentos, la ropa o el agua.

El planeta viene a ser un circuito cerrado de tráfico acumulativo de sustancias sintéticas no biodegradables que transitan por las cadenas alimentarias. A falta de un consenso científico sobre las dosis de concentración peligrosas para la salud humana y el medio ambiente, estos contaminantes, denominados emergentes, continúan contando con el visto bueno administrativo, aunque cada vez están más sujetos a investigación. Los científicos punteros en el fenómeno advierten que nuestra exposición creciente y masiva a estos compuestos está contribuyendo de manera significativa al aumento de los cánceres, la caída de la fertilidad y el incremento de la diabetes, además de a la aparición de superbacterias resistentes a los antibióticos.

Pese a su prohibición en los años setenta, el DDT sigue presente hoy en las placentas, los cordones umbilicales y la leche materna.

“La situación es muy seria. Estamos expuestos a sustancias capaces de alterar nuestro sistema hormonal y causarnos problemas de salud de efectos irreversibles. Las investigaciones están haciendo temblar las bases de la toxicología reguladora, y aunque los lobbies industriales se están movilizando con el mensaje de que no pasa nada, hay una brecha entre la ciencia clínica y las reglamentaciones”, afirma Nicolás Olea, reputado especialista en los contaminantes emergentes que actúan como “disruptores endocrinos”, compuestos químicos que interfieren en el sistema hormonal humano y animal y alteran nuestro crecimiento y reproducción. Miembro de los comités de expertos de Dinamarca y Francia, es el científico más veces citado por sus pares en esta materia (12.800). Y la Unión Europea acaba de encargarle un proyecto presupuestado en 75 millones de euros para que investigue la exposición comunitaria a estos contaminantes.

Los experimentos realizados con peces, moluscos y gasterópodos permiten a los investigadores atribuir a los disruptores endocrinos fenómenos de feminización, hermafroditismo y masculinización, malformaciones en recién nacidos, el desarrollo de cánceres de dependencia hormonal —mama, próstata, ovarios—, el aumento de la infertilidad y el crecimiento de tejido endometrial fuera del útero (endometriosis). Otro ejemplo: la pérdida de cantidad y calidad del semen es un hecho. Se sabe que el conteo espermático cayó casi al 50% durante el periodo 1940-1990.

“La salud de nuestro planeta y la nuestra propia están amenazadas”, advierte Miren López de Alda, especialista del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) en diagnóstico ambiental y estudios del agua. “Durante décadas, hemos vertido al medio ambiente toneladas de sustancias biológicamente activas, sintetizadas para su uso en la agricultura, la industria, la medicina, etcétera. Como consecuencia de su uso intensivo, sobre todo, en granjas y piscifactorías, algunos antibióticos se han hecho ineficaces”.

Un agricultor esparciendo fertilizante en el campo.

Muchos fármacos y pesticidas —ambos se utilizan en cantidades similares— persisten durante décadas en el medio ambiente acuático, a veces modificados y sujetos a transformaciones químicas incontroladas. “Antiguamente se creía que todo dependía de la dosis”, explica Miquel Porta, catedrático de Salud Pública en la Universidad Autónoma de Barcelona e investigador del IMIM (Instituto Hospital del Mar de Investigaciones Médicas). “El veneno es la dosis’, dejó escrito el alquimista y médico Paracelso hace 500 años. Pero hoy sabemos que los contaminantes pueden ser también dañinos a concentraciones bajas”.

“Una parte preocupante de los trastornos y enfermedades crónicas o degenerativas, como las cardiovasculares, ciertos cánceres, la infertilidad, la diabetes, el párkinson o alzhéimer, se debe a las mezclas de contaminantes químicos artificiales”, asegura Porta. “Los llevamos en nuestro cuerpo porque estamos expuestos a ellos de forma continuada y muchos se nos acumulan. La principal vía de penetración en el cuerpo son los alimentos y sus envases, el aire y el agua, la ropa que contiene sustancias plastificadas, los productos de limpieza de la casa y de higiene personal, cosméticos, juguetes… Estos contaminantes perturban nuestra fisiología, incrementan las alteraciones genéticas y epigenéticas: lesionan nuestro ADN y dañan nuestro sistema nervioso”.

De los 140. 000 productos que sintetiza la industria química, solo se han analizado 1. 600 para ver si son tóxicos o cancerígenos.

En apoyo de esta tesis, el investigador barcelonés aduce un largo listado de estudios que demuestran la presencia de contaminantes en la sangre de las embarazadas, adolescentes y niños de distintas ciudades españolas. “Hace 25 años pensaba que las conclusiones de Nicolás Olea eran algo alarmistas, pero ahora creo que se quedaba corto”, prosigue Porta. “La situación es mucho peor de lo que parecía. A los viejos contaminantes persistentes que entraron en la cadena alimentaria humana y animal décadas atrás, antes de ser prohibidos, se están uniendo los 140.000 productos sintetizados por la industria química. Solo unos 1.600, el 1,1%, han sido analizados para determinar si son cancerígenos, tóxicos para la reproducción o disruptores endocrinos, así que nos quedan por analizar los 138.400 restantes”. Todos los años salen al mercado entre 500 y 1.000 nuevos productos. Solo el comercio mundial de automóviles supera al de las sustancias químicas.

“No tenemos una imagen completa de todos los componentes industriales sintetizados en el mercado de la UE”, admite Hanna-Kaisa Torkkeli, portavoz de la Agencia Europea de Productos Químicos (ECHA), con sede en Helsinki. “Nuestro reglamento comunitario REACH es pionero en exigir a las industrias que aporten datos que cumplan con los requisitos legales, pero la calidad de la información que nos suministran dificulta a menudo que podamos hacernos un juicio global sobre la peligrosidad del producto en cuestión. Las autoridades regulatorias analizan cientos de sustancias, al tiempo que insistimos a las empresas para que nos ofrezcan datos más fiables”. De los 553 compuestos evaluados como potenciales disruptores endocrinos, 194 han sido incluidos en la categoría “clara evidencia de perturbación endocrina” y 125 en la de “posibilidad de perturbación endocrina”.

La ECHA tiene abierto un plazo que finaliza el 31 de mayo de 2018 para que las industrias registren las sustancias químicas que fabrican o importan en cantidad superior a una tonelada. “Más de 11.000 empresas lo han hecho hasta ahora”, afirma Hanna-Kaisa Torkkeli. “Nuestra base de datos reúne información de más de 120.000 productos químicos. De las 173 sustancias consideradas de gran peligrosidad potencial, 31 han sido incluidas en el listado de las que únicamente pueden ser comercializadas con una autorización específica. El control efectivo es mucho mayor que hace 10 años”.

Vista desde el aire del techo de un depósito de combustible.

“Nosotros aplicamos el reglamento REACH y somos un sector superregulado”, manifiesta María Eugenia Anta, directora de Tutela de Producto de la patronal química Feique. “Aunque no podemos evitar que la gente se tire a un río contaminado. Este es un tema complejo. Hay miles de sustancias, incluidos el café y la soja, que pueden interactuar en el terreno endocrino. Nosotros hacemos nuestros propios estudios y réplicas de las investigaciones y creemos que un producto puede tener efectos sobre los animales, pero no sobre las personas”.

La industria química española viene de experimentar una década prodigiosa con un aumento espec­tacular de las exportaciones y unos ingresos superiores a los 60.000 millones de euros anuales. Da empleo a 191.000 personas y supone el 12,4% del PIB. “Innovando para un futuro sostenible. La química como solución inteligente para el futuro de las personas”, es el lema que preside la asociación patronal.

“El poder de producción e innovación de la industria química farmacéutica y alimentaria es muy superior a la capacidad de control de las Administraciones”, declara Jesús Ibarluzea, biólogo de la sanidad vasca. “Ahora sabemos que no todo lo que viene con el marchamo de progreso es para bien. Antes, considerábamos que el tejido adiposo era neutro, pero ahora vemos que muchas sustancias se acumulan en él, son obesogénicas. También comprobamos que los niños más expuestos a los compuestos organoclorados (plaguicidas y PCB) tienen menor desarrollo físico y neurológico; que hay compuestos organobromados en plásticos y espumas; que los bisfenoles están presentes en la capa interior blanca de las latas de conservas y en diversas resinas; y que el teflón, el compuesto perfluorado que forma la capa antiadherente de las sartenes, termina en nuestro estómago. A este largo listado hay que añadir otro montón de sustancias que se encuentran en los productos de limpieza, cosmética o protección solar, algunos con propiedades de disruptores endocrinos, pero, en general, poco conocidos en sus efectos sobre la salud”.

Los niños de Valencia tienen más mercurio porque consumen más pescado. Cada región, cada país, tiene su huella tóxica.

 “Sabemos que los microplásticos utilizados en la fabricación de bolsas, contenedores de bebida y comida, envoltorios y juguetes pueden durar hasta 100 años en el mar, ser ingeridos por peces mesopelágicos (que navegan entre la superficie y los 200 metros de profundidad) y pasar a formar parte de nuestra cadena alimentaria. Es lo que yo llamo la “contaminación interior”, abunda Miquel Porta. Al igual que la OMS (Organización Mundial de la Salud), las agencias europeas reconocen que, efectivamente, algunas de las sustancias sintetizadas pueden causar infertilidad, diabetes y cáncer. Admiten igualmente que el cuerpo humano no es capaz de metabolizar compuestos plásticos y otras sustancias utilizadas por la industria.

José Luis Rodríguez Gil, investigador especializado en ciencias ambientales y miembro de la Sociedad de Toxicología y Química Ambiental (SETAC), relativiza el peligro de los componentes sintéticos y pone en valor los beneficios en la pelea contra el cáncer que proporciona haber reducido el uso de estufas y chimeneas. Juzga irrelevante que las sustancias contaminantes sean sintéticas o de origen natural y defiende que el cuerpo humano puede metabolizar o almacenar ambas igual e indistintamente. “La función principal del hígado es deshacerse de esos compuestos”, apunta. A la espera de nuevas pruebas, se inclina por atribuir a los cambios en el estilo de vida las tasas de incidencia de enfermedades que detectan los estudios epidemiológicos. Admite, eso sí, como “áreas de incertidumbre” y fuentes de “alarma”, la exposición a los antibióticos, a los disruptores endocrinos y a las mezclas de sustancias, pero indica: “Hasta hoy no tenemos la certeza al 100% de que exista un problema generalizado y, de haberlo, cuáles serían los compuestos responsables”.

La suya es una posición discutida. “El hombre ha estado siempre expuesto a mezclas complejas de compuestos químicos, pero el número y variedad de ellos, en su mayoría sintéticos, han aumentado de forma exponencial en las últimas décadas y en un periodo de tiempo corto que hace difícil que la naturaleza pueda adaptarse”, subraya Miren López de Alda. “No es cierto que los actuales niveles sanguíneos de tóxicos hayan existido siempre”, asevera Miquel Porta. “Comparar la toxicidad actual con la que generaban el carbón de cocina, etcétera, es un despropósito semejante al de equiparar la contaminación de nuestros días con la producida por las erupciones volcánicas y los grandes incendios de la antigüedad. Lo que tenemos ahora en el cuerpo es miles de veces superior”.

Un obstáculo mayor a la hora de asentar la certidumbre científica en los foros de la industria, las Administraciones y la política es la dificultad de establecer con exactitud qué cantidades de las sustancias disruptivas representan un peligro objetivo para el ser humano. Se sabe que en los momentos críticos de la gestación y la primera infancia una pequeña dosis puede ser muy dañina. “El bebé que mama leche contaminada no va a caer fulminado en el acto, desde luego, pero puede tener un problema de fertilidad décadas más tarde”, apunta Nicolás Olea. Si asociar causa (contaminación) y efecto (enfermedad) en el plano individual resulta difícil, lo es mucho más evaluar con precisión las consecuencias de la exposición múltiple ambiental, el denominado “efecto cóctel”. “Somos más complejos que los peces y a nosotros enfermar nos lleva su tiempo, pero la exposición continuada a bajas dosis y sus efectos están ahí”, subraya Olea.

Zona de almacén de materiales y carga en el puerto de Gdynia (Polonia).

Además de DDT, el científico de Granada ha encontrado otro disruptor endocrino, el tetrabromo bisfenol A (un eficaz retardador de la llama utilizado en el textil que evita que los objetos ardan), en la totalidad de las placentas y la sangre de bebé analizadas. “El cáncer de mama en Granada aumenta anualmente el 2,8% y ese incremento no es solo atribuible al hecho de que las mujeres tienen ahora hijos más tarde —dar de mamar previene contra ese cáncer—, sino también a la contaminación ambiental”, asegura. “Es esa contaminación, que en algunas personas supera el centenar de compuestos químicos en sangre, la que explica que los niños españoles meen plásticos, cosméticos, metales pesados… Los de Valencia tienen más mercurio de la cuenta, y es porque consumen más pescado. Cada región, cada país, tiene su propia huella tóxica, pero el fenómeno es general. Cabe muy poco consuelo cuando te dicen que los niños alemanes tienen incluso valores superiores a los nuestros”.

La constatación de que las madres transfieren parte de su contaminación a los bebés que amamantan ha llevado incluso a cuestionar la conveniencia de la lactancia, aunque los especialistas se pronuncian a favor de mantenerla por los grandes beneficios de la leche materna. “Todos los esfuerzos de la industria y de las Administraciones van encaminados al diagnóstico y al tratamiento individualizado, cuando lo que tenemos es un problema ambiental que deberíamos encauzar por la vía de la prevención”, asevera Olea. “Es absurdo combatir la infertilidad derivada de la técnica con más técnica y multiplicando las clínicas de fertilización privadas. Alguien debería ver esto con perspectiva”.

LOS EXPERTOS PIDEN QUE SE INSTALEN FILTROS EN LAS DEPURADORAS PARA IMPEDIR QUE LOS NUEVOS TÓXICOS SINTÉTICOS PASEN AL CICLO DEL AGUA.

¿Qué hacer? Dar marcha atrás en los hábitos de consumo parece una quimera. ¿Acaso podemos prescindir de los plastificantes y del resto de policarbonatos que se nos han hecho indispensables y sustentan parte de la economía? ¿Habría que prohibir la píldora anticonceptiva y el tratamiento contra la menopausia, dos de los estrógenos sintéticos que más disforia de género producen? La retirada del mercado del Vioxx, el antiinflamatorio cardiotóxico, solo se produjo en septiembre de 2004 después de largos meses de debate y cuando el número de sus víctimas se contaban por miles. Hubo que esperar a junio de 2011 para que la UE prohibiera los biberones de plasma de policarbonato de toda la vida. A propósito de las actuaciones de la multinacional Monsanto, acusada de amañar mediante sobornos informes falsamente científicos favorables a sus intereses, la Corte Penal Internacional ha propuesto incorporar el delito de ecocidio para quienes “causen daños sustanciales y duraderos a la diversidad biológica y a los ecosistemas y afecten a la vida y salud de las poblaciones humanas”.

Parece obligado que determinados fármacos —el amidotrizoato y el iopamidol (utilizados como medio de contraste en rayos X), la carbamazepina (de uso en el tratamiento de la epilepsia), el diclofenaco (analgésico) y el clotrimazol (antimicótico)— pasen a ser considerados sustancias prioritarias peligrosas por su ecotoxicidad en el medio ambiente. Pero, más allá de las prohibiciones puntuales, lo que se propone son medidas preventivas. La más reclamada por los especialistas medioambientales, aunque costosa, es la instalación de filtros de tratamiento modernos en las estaciones depuradoras de aguas residuales para impedir que los nuevos tóxicos sintéticos pasen al ciclo del agua.

“No es cierto que no pueda hacerse nada”, opina Miquel Porta. “Se puede mejorar la eficacia de las agencias de salud públicas; apoyar a los agricultores, ganaderos y empresarios para que hagan mejor su trabajo; se puede mentalizar a la población para que no caliente en el microondas alimentos dentro de tuppers o envases de plástico y para que recicle mejor y no vierta fármacos ni productos tóxicos por los desagües”. Si, como sostienen los científicos, los detergentes, fármacos y cosméticos participan activamente en la contaminación general, haríamos bien en autolimitarnos en su uso. Hoy por hoy, vivimos instalados en la paradoja de que cuanto más cuidados e higiene personal nos aplicamos y más y más limpiamos nuestros hogares, más contribuimos a propagar las sustancias tóxicas.

Como con el cambio climático, encarrilar el problema requerirá consenso político, grandes acuerdos y una nueva conciencia ciudadana. Nicolás Olea no oculta su impaciencia: “A menudo me pregunto si quienes nos patrocinan y subvencionan, incluso generosamente, se leen las conclusiones de nuestros trabajos. Me gustaría que los escépticos se imaginaran por un momento que tenemos razón y que todo esto que decimos se manifiesta claramente dentro de 40 años, cuando haya que entonar a coro: ¡La hemos hecho buena, la hemos fastidiado bien!”.

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