Annie Novak, una granjera en el tejado
SI KAREN BLIXEN tenía “una granja en África, al pie de las colinas de Ngong” —lo cual era totalmente posible—, Annie Novak posee su particular finca agrícola orgánica en una azotea de Eagle Street, en el neoyorquino barrio de Brooklyn, a cinco pisos de altura —lo que no deja de ser sorprendente—. La llamada de la tierra —“mi epifanía”, lo denomina ella—, sin embargo, no le llegó a Novak en territorio americano, sino en Ghana, donde se encontraba realizando un proyecto de tesis universitaria sobre chocolate, agricultura y desarrollo, siendo la palabra clave “chocolate”.
“Fue la primera vez que pensé que no sabía de dónde provenía la comida”, confiesa Novak.
Un compañero de clase se ofreció entonces para enseñarle la plantación de cacao de su padre, “quien, además de un hombre de negocios, era el sacerdote vudú del pueblo”, rememora esta joven de 34 años —que aparenta 25—. Novak relata que tras más de tres horas de caminata bajo el sol comenzó a impacientarse —“¡pero no a quejarme, eh! ¡Soy católica!”—, ya que no veía ni rastro del ansiado chocolate, y preguntó cuánto quedaba para llegar. “Ahí lo tienes”, fue la respuesta tranquila de su anfitrión. El chocolate estaba frente a sus ojos, a su alrededor, plantado por toda la colina y más allá de donde la vista le alcanzaba. Pero ella no lo veía. No lo podía ver.
“Fue la primera vez que pensé que no sabía de dónde provenía la comida”, confiesa Novak. “Me di cuenta de que nunca había visto una semilla o el árbol del cacao. Fue como una iluminación que se convirtió en una obsesión”.
Por increíble que parezca, miembros de las nuevas generaciones urbanas en Estados Unidos no han tenido acceso a frutas o verduras frescas —de precios desorbitados—; son miles y miles de personas que no suman manzana más árbol, que creen que los espárragos crecen ya con la goma alrededor del manojo, todo limpito de tierra.
Aunque hoy esté en Madrid dando una charla por ser pionera en cultivar a gran escala en las azoteas de los edificios, las manos de Novak lucen los efectos de pasar mucho tiempo trabajando la tierra. Y eso le hace feliz.
Su lema es que cualquiera puede construir en un tejado. Hoy, en Nueva York puede llegar a haber más de 900 huertos de altura. Y aporta un dato sobre Europa: “En Múnich, las nuevas construcciones deben garantizar espacio en el tejado para un huerto”.
Novak huye de la etiqueta que califica estas iniciativas de “moda”. “Es un movimiento global”, asegura. Y no es nuevo. Desde los jardines de Babilonia, cinco siglos antes de Cristo, hasta los “huertos para pobres” de las ciudades industriales del XIX, por placer o necesidad, la agricultura se ha adentrado en las áreas urbanas.
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