Mejor se dan prisa en aprender
Nuestros parlamentarios deberían abordar cuanto antes un debate a fondo sobre el futuro del trabajo
Karl Popper, el filósofo de la sociedad abierta, que escribió un día contra el empeño de embutir a los ciudadanos en modelos previamente diseñados, se mostraría seguramente hoy inquieto por la facilidad con la que se pretende encuadrar y acomodar a los ciudadanos en esa nueva categoría de cosas que se llama gig economy. Según la definición de la BBC, la radio televisión estatal británica, que no cesa de hablar de estos asuntos, para probable pasmo de sus colegas, los directivos de RTVE, la gig economy puede ser definida como “un mercado laboral caracterizado por la prevalencia de contratos a corto plazo, al pago por pieza de trabajo o por trabajo freelance, como opuestos a los trabajos permanentes”.
The New Yorker, que le dedicó a este tema un amplio reportaje el pasado 15 de mayo, presentó un muestrario de gigging people, hombres y mujeres jóvenes o relativamente jóvenes, en su mayoría blancos y con un nivel razonable de educación, que viven de alquilar habitaciones a través de Airbnb, entregar paquetes usando Deliveroo, ofrecerse para solucionar pequeñas tareas domésticas a través de TaskRabbit, transportar personas de un lugar a otro gracias a Uber y, en fin, de echar unas horas al día gracias a una larga serie de plataformas “colaborativas”. El autor advierte que muchos expertos creen que esa será la manera de trabajar en el futuro, mejor dicho, que ese es el futuro del “trabajo americano” y que, a través de EE UU, se convertirá en el trabajo en cualquier parte del mundo. Pero también observa que es una equivocación pensar que la gigging people es la misma que los antiguos trabajadores, que han pasado de limpiar baños en el Hilton como asalariados, a hacer lo mismo como freelance, distribuyendo mejor sus horas y su vida. No, parece que no hay muchos vasos comunicantes y que los que pierden ese trabajo asalariado fijo no son los mismos que se acomodan a la economía gig. Quizás para ese sector se hayan inventado en Europa los bancos de alimentos, que ya existen desde hace muchos años en Estados Unidos, solo que allí se llaman “cupones de comida”, organizados por el Programa Asistencial de Nutrición Suplementaria, y que a fecha de 1 de enero de 2016 acogía a 45,4 millones de personas.
Lo más curioso de todo este proceso es que la gig economy, esos nuevos moldes en los que se van metiendo muchos ciudadanos, a empujones o voluntariamente, afecta a los llamados trabajos asalariados de toda la vida, pero no a las cúpulas de las empresas colaborativas, cuyos ejecutivos siguen laborando ellos mismos con parámetros muy parecidos a los de hace 20 años. ¡Que poco cambia su vida y cuánto exigen que cambie la de los demás!
Sea como sea, el debate sobre el trabajo se ha convertido en prioritario para cientos de millones de personas y asombra que el Parlamento español no haya sido capaz todavía de encargar un libro blanco sobre el que debatir, primero en sesiones abiertas y luego en comisiones donde sea posible estudiar propuestas concretas. En España hay excelentes especialistas en la materia, dentro y fuera de los sindicatos, que acumulan estudios y análisis y que, seguramente, podrían ayudar a los diputados y senadores a conocer mejor el principal problema al que se enfrentan sus representados.
Nuestros parlamentarios deberían darse prisa en aprender porque es posible que dentro de muy poco ya no baste con aludir a cuatro lugares comunes, procedentes de un argumentario sectario. La gigging people quizás busque información por su cuenta y encuentre la manera de defenderse, pero los asalariados de toda la vida (algunos taxistas incluidos) empiezan ya a buscar piedras.
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