Miedo
Hacia la mitad de la escalinata, imaginé que la señora, en vez de un bebé, llevaba una ametralladora
Las escaleras mecánicas del metro no funcionaban. Frente a las de granito, observando indecisa las profundidades hacia las que tenía que descender, había una mujer con un cochecito de niño. Un hombre joven y yo decidimos ayudarla. Él cogió el cochecito por el eje de las ruedas delanteras, yo por el de las traseras y comenzamos a bajar controlados por la mirada atenta y preocupada de la madre. Del niño, lo único que se apreciaba era la punta de un gorro verde. El resto estaba completamente cubierto por la sábana y la manta. Debía de ir dormido porque no hizo un solo movimiento ni emitió ruido alguno cuando alzamos el vehículo. La estación era muy profunda, por lo que de vez en cuando nos deteníamos para cambiar de postura y tomar aire. Me acordé de aquella escena de Los intocables en la que se homenajea a su vez la de la escalera de El acorazado Potemkin, y me sentí como de celuloide.
Hacia la mitad de la escalinata, imaginé que la señora, en vez de un bebé, llevaba una ametralladora. Luego, que un muñeco. Más tarde, que un crío muerto. ¿Es niño o niña?, pregunté por decir algo. La señora dudó, o eso me pareció, lo que alimentó mis sospechas, fueran las que fueran, pues carecían de una dirección concreta. Niña, dijo al fin. Y añadió que llevara cuidado, como si me viera actuar con poca delicadeza. Tras una eternidad, llegamos abajo y el hombre de delante, tras depositar las ruedas en el suelo, salió corriendo para coger un tren que llegaba en ese instante. Pregunté a la señora si me dejaba ver a la niña. ¿Es usted un perverso o qué?, dijo con una mirada de odio que me cortó el aliento. Desapareció por un túnel y yo me di la vuelta para volver por donde había venido. ¿Dan o no dan ganas de quedarse en casa?
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