El cansancio de la abuela
PERO A SU HIJA no se lo iba a decir. Eso nunca.
Ahora que tenía mucho tiempo para pensar, dedicaba buena parte del día a analizar aquel fenómeno, pero no era fácil. Durante muchos meses no había mentido. Decía que estaba muy cansada porque estaba muy cansada, le pesaban las piernas, le faltaba el resuello, se agotaba por las tardes, al subir por la escalera de su casa. No estaba arrepentida de ayudar, pero su cansancio se obstinaba en no tener en cuenta su buena voluntad.
La cuestión de la comida no entraba en el balance. No era lo mismo cocinar para una sola persona que para cuatro, pero aunque su hija no le hubiera mandado a sus hijos a comer todos los días, habría tenido que bajar a la calle a hacer la compra igual. Algunas mañanas, cuando se levantaba de peor humor, argumentaba que sí, pero que ella, con una ensalada y un filete a la plancha, habría tenido bastante. Otras, cuando el sol que entraba por la ventana entonaba con su espíritu, pensaba que, gracias a sus nietos, había vuelto a comer bien, legumbres, y guisos, y pescado, desde que se quedó viuda. Todo dependía de su ánimo, que en su juventud era una condición tan estable, tan sólida y permanente que ni siquiera se daba cuenta de que existía. El paso del tiempo lo había vuelto frágil, caprichoso, tan endeble como sus huesos, la posibilidad de una fractura que pendía, como una perpetua espada afilada, sobre un cuerpo aún vigoroso que en cualquier momento podría dejar de serlo.
Después de tres años en paro, su hija había encontrado trabajo. No se adaptaba a su currículo, el horario no era bueno y el salario aún peor.
La verdad era que no se había caído, pero había tenido que subir y bajar demasiadas escaleras como para estar tranquila. La culpa era del fútbol, los dichosos partidos de sus dos nietos mayores, el suplemento de esfuerzo de los martes y los jueves que había originado la mejor de las noticias. Después de tres años en paro, su hija había encontrado trabajo. No se adaptaba a su currículo, el horario no era bueno y el salario aún peor, pero al sumarse al sueldo de su marido, había vuelto a alcanzar para pagar actividades extraescolares, dos clases de fútbol a la semana para los mayores y un aula de formación artística para la pequeña. Antes de decidir, su hija la había consultado. Si pagaban el comedor, el dinero no iba a dar para tanto. Entonces, ella no vaciló. El colegio estaba muy cerca, no le costaba nada ir a buscarlos, hacerles la comida y llevarlos de vuelta después, ella se encargaría de todo. Eso dijo cuando aún no sabía lo que era todo. Y la verdad era que el arte le resultaba muy cómodo, pero el deporte la había traído a mal traer durante todo el curso.
Porque no eran sólo las escaleras de acceso al polideportivo, eran todas las que tenía que subir y bajar para perseguir a su nieta, que se aburría y no se estaba quieta. Y los bocadillos, los zumos que tenía que acordarse de guardar en la nevera para que no se calentaran, la ducha del pequeño, que no sabía enjabonarse solo y la llamaba para que le ayudara, sin soltar a su hermana de la otra mano, y el camino de vuelta de dos niños cansadísimos, que se paraban, y remoloneaban, y lloriqueaban como si ella tuviera tres cuerpos, seis brazos en los que transportarlos. Cuando su madre venía a recogerlos, se habían quedado fritos encima del sofá, y volvían los llantos, las quejas, una crisis que a menudo la obligaba a volver a ponerse los zapatos y salir de su casa para acompañarlos a la suya. Los días de fútbol, a la hora de cenar, estaba tan agotada que a veces se saltaba la cena y hasta el capítulo de la novela que había grabado, porque ya nunca podía verlo a su hora, y se iba derecha a la cama.
Pero los cursos escolares duran nueve meses, y los extraescolares ni eso. A mediados de mayo, sus nietos empezaron a salir del cole a la hora de comer. Dos semanas más tarde, los tres se habían marchado a una granja escuela, donde estarían casi un mes, cansando a otros monitores, otras cuidadoras más ágiles y fuertes.
Ahora, por fin había recuperado su vida. Comía una ensalada y un filete a la plancha, veía la novela que le gustaba a su hora, y dos más de propina, no le dolían las piernas, ni la cabeza, ni se caía de sueño a la hora de cenar, pero se aburría como una ostra.
Claro que eso nunca se lo iba a decir a nadie. Y a su hija menos, nunca jamás.
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