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MIRADOR
Columna
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Las orillas

Harlem se congela en una mueca anglosajona, pero en cuanto llegan los vientos del verano, todos bajamos a las orillas del río a pasar las tardes

Niños juegan en un puente de Harlem en el río Hudson.
Niños juegan en un puente de Harlem en el río Hudson.©Getty

En invierno soplan por Harlem los vientos gélidos del alma puritana. Silencian el bullicio guapachoso de nuestra extranjería y nos allanan la voluntad. El barrio se congela en una mueca anglosajona —decente, distante, moralmente superior— y los harlemitas nos guardamos. Pero en cuanto llegan los vientos del verano, todos bajamos a las orillas del río a pasar las tardes. Frente al río, Harlem estalla. Germina como una flor bestial y cachonda, cada pétalo una rebanada de su pasado:

Una tarde del año 1600, una mujer alta, la piel color secuoya, lanza una piedra al río Mahicanituk. Junto a ella, hanguean familias de la tribu wappinger: los adultos pescan, los viejos se entretienen en trueques, los niños chingan o juegan, los adolescentes se chequean.

Una tarde del año 1918, Martín Luis Guzmán escribe A orillas del Hudson, donde describe el verano harlemita como una “estación fecunda en tempestades sonoras”.

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Un día de 1609, el explorador Henry Hudson y los tripulantes del Half Moon tratan de secuestrar a dos jóvenes wappinger que remaron una canoa hasta su nave. Fracasan. Un mes más tarde, los dos jóvenes comandan una emboscada contra Hudson y sus invasores barbados. Ganan.

Una mañana del 2011, un hombre corre junto al río Hudson. Tiene los brazos delgados, oscuros y fuertes, y lleva una camiseta que dice Don’t shoot me! I’m just jogging. Una patrulla pasa a su lado, desacelera, y luego sigue.

Un domingo de 2017, llega el calor y las familias se instalan a la orilla del río con sus sillas, parrillas, estéreos. Los viejos dominicanos juegan dominó. Las quinceañeras echan rima, forjan porros, y twerkean al compás de la nueva rola de Lamar. Un padre le enseña a su hija a pescar, mientras la madre atiende la parrilla. Una banda de catrachos —guapos, descamisados, tatuados— reinventa el juego de pelota en una vieja cancha de volley. Hijos de madres mixtecas, boricuas y guanacas vuelan kites sin saber que sus abuelas les decían papalotes, chiringas, pizcuchas, y cometas. Detrás de los botes de basura, púberos practican besos de lengua en el dorso de sus manos.

En la isla invernal de Manhattan, todos somos extraños y extranjeros. Pero volvemos a estar en casa cuando llega el verano y nos reunimos a la orilla del Mahicanituk —que significa “río que fluye en dos direcciones”—. Como sus corrientes, somos los que vamos y volvemos. Somos la nueva rola de Lamar: Soprano C, we like to keep it on a high note. Somos papalotes y chiringas. Somos bachatas, reguetones, traps, rancheras. Y cuando pasan las patrullas de los Henry Hudsons, le subimos al volumen. Somos las tempestades sonoras de la reconquista.

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