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El intocable (Nicolino Locche)

Ilustración de Sonia Pulido

Muchos otros, y a decir verdad casi todos, se abocan al arte del pugilato en sentido estricto, el más cabal: el arte de golpear y lastimar, el de la lucha como máquina de daño. A Nicolino todo eso le interesa, pero poco; y hay días en que podría pensarse que, en el fondo, no le importa para nada. Pega, sí: no puede no pegar, para eso sube al ring, tiene que hacerlo. Pero todos advertimos que no es esa su pasión, ni es tampoco la razón de su gloria.

Nicolino practica otro arte: el arte de no dejarse golpear, es genio por sustracción, es genio del retraimiento. Baja la guardia, se desguarnece ante el rival ganoso de sangre, adelanta su rostro sereno, no parpadea: así de simple. Y luego no pueden tocarlo. Esquiva y no pueden tocarlo. El tiempo, tal como está hecho, no sirve para que entendamos de qué forma lo consigue este hombre, estar y de pronto no estar, ser próximo e inalcanzable. El tiempo es veloz, por supuesto, pero no es tan veloz como él. Y es inasible, según se dice, pero él es más inasible que el tiempo.

El tiempo es veloz, por supuesto, pero no es tan veloz como él. Y es inasible, según se dice, pero él es más inasible que el tiempo. .

Otra noche victoriosa termina: ha rugido el Luna Park. Nicolino, campeón del mundo, admite que, en el vestuario, lo palmeen, lo feliciten. Él, mientras tanto, se abrocha con pormenor los botones de la camisa blanca, se pone los mocasines, se arregla con un peine y una mano el pelo que recién mojó en la ducha. Algunos vamos a comer y a festejar. Nicolino, agradecido, nos dice que está cansado, que él mejor se va con Paco. Pero a Paco le dirá que se va con Gastón y con Matute, y a Gastón y a Matute les dirá que se viene a festejar con nosotros.

La noche es fría, sugiere lluvia, pero las calles están repletas de gente. En un restorán bullicioso, cenamos y vitoreamos y brindamos por Nicolino. Salgo pasada la medianoche, camino por una calle oscura, busco el sitio donde dejé estacionado el coche. Cruzo delante de una cantina maltrecha, tan triste como sus luces mustias, y justo entonces lo veo. Nicolino, en una mesa del fondo. Callado, serio, solo, un plato de guiso en la mesa, un vaso de vino tinto, la mirada perdida ahí: en el vaso o, un poco más allá tal vez, en la nada.

Soy lento para comprender ciertas cosas. Un impulso sin reflexión me lanza hacia la puerta vaivén del tugurio; empujo, paso, entro, enfilo directo hacia Nicolino. ¿Qué hace solo? ¿Qué hace ahí? Me voy a sentar con él, voy a darle charla buena. A dos pasos de esa mesa, algo pasa, sin embargo. Una fuerza sin materia, a la que aquí llamaré Verdad, me empuja hacia un costado y me obliga a pasar de largo.

Para disimular, entro al baño, que está justo detrás de la mesa de Nicolino. Me quedo un rato ahí, mirando los azulejos manchados, el óxido de las canillas. Después salgo y después me voy, apurando un poco el paso. A Nicolino ni lo saludo, ¿para qué? Lo veré en el gimnasio la semana que viene, o la otra.

En la calle, la lluvia ya empezó.

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