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El retrato (Carlos Monzón)

Ilustración de Sonia Pulido

EL BOTIQUÍN DEL BAÑO tiene tres hojas. Una fija, la del medio, más grande y frontal, que sirve además de puerta para los pequeños estantes donde se guardan las menudencias de la higiene, y es donde, en rigor, uno se mira; y dos más angostas, laterales, móviles, que aportan al encuadre central otros ángulos de visión, perspectivas incluso imposibles en la vida cotidiana.

En una de esas hojas laterales pegó la fotografía de su rival, apenas le hicieron saber que la pelea por el título estaba totalmente confirmada. Un típico retrato de boxeador, un poco inclinado y en guardia, de un tamaño entre pequeño y mediano, con el detalle de que en la imagen, ante el fotógrafo, su rival exhibió una sonrisa tenue, de cortesía, en vez del gesto embrutecido del coraje.

Cada mañana, al levantarse, en el momento de afeitarse y arreglarse un poco, ve la foto: ve al rival. Mientras se empapa un poco la cara, mientras la cubre de espuma, mientras la despeja con un filo doble, mientras la vuelve a humedecer con una loción, mira la foto: la mira, la mira. De reojo y a la vez con fijeza. La mira y ve dos caras: la suya, reflejada, más nítida, más verdadera, y la de su rival, fantasmal, imperturbable.

Sabe, porque es de Mendoza, cómo es que se macera la uva, cómo es que se la trabaja hasta el vino. Así también, con parecida constancia, con idéntica paciencia, día tras día y a lo largo de los meses, él va fabricando el rencor. Un odio consistente, decantado, más que auténtico, que colma su propia existencia hasta el día en que, por fin, la hora de la pelea llega.

Cara a cara con su rival, lo que tiene es la sensación de un reencuentro, y no la de una primera vez. Un veneno mascullado por largo tiempo allá lejos, en su casa, en la íntima trivialidad de un espejo de baño, destila y aflora ahora, en Roma, ante la vista de todos. Una fría necesidad de destrucción ha cobrado su forma más perfecta. Su causa, su destino, acá están: son Benvenuti. Lo viene midiendo desde hace mucho, sin que el otro ni nadie lo sepan. Una parte sustancial de su vida, así haya sido en secreto.

Se entiende por qué razón, dentro de un rato, cuando lo haga trastabillar y retroceder, cuando lo arrincone con fiereza y lo liquide, sentirá surgir en él, junto con la euforia de saberse campeón mundial, la angustia incipiente de una sensación de vacío, la espesa amargura de una despedida.

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