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Columna
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Un pacto sobre el pasado

Javier Cercas

NECESITAMOS un pacto sobre el pasado, un acuerdo mínimo. Lo necesitamos porque el pasado, sobre todo el inmediato, no ha pasado: es una dimensión del presente sin la cual el presente está mutilado. Lo necesitamos porque la única forma de hacer algo útil con el futuro es tener el pasado siempre presente; en España lo sabemos muy bien: si al terminar el franquismo no volvimos a matarnos, como medio mundo esperaba, no fue porque se firmara un pacto de olvido, sino exactamente por lo contrario: porque se firmó un pacto de recuerdo, es decir, porque todo el mundo tenía el peor pasado muy presente y se conjuró para que no se repitiese, como si todos sintiesen que en cuanto olvidas el peor pasado ya estás preparado para repetirlo (hoy, en Occidente, ya no lo sentimos, y por eso estamos repitiendo los errores de los años treinta). Necesitamos un acuerdo mínimo sobre el pasado porque quien no sabe de dónde viene no sabe adónde va.

¿significa que todos los que apoyaron la República fueron unas personas excelentes, y unos canallas todos los que apoyaron el golpe militar?.

Todo lo anterior lo he dicho algunas veces en las últimas semanas, mientras hablaba aquí y allá de mi tío abuelo Manuel Mena, el protagonista de mi última novela, un chaval que en 1936, cuando apenas contaba 17 años, se alistó en el Ejército de Franco y dos años más tarde murió en la batalla del Ebro. ¿Dónde empieza nuestro pasado inmediato? Es decir, ¿dónde empieza nuestro presente? El 18 de julio de 1936. Aquel día se produjo en España un golpe de Estado contra un régimen democrático que desencadenó una guerra de tres años y una dictadura de cuarenta. Ese es el mínimo acuerdo sobre el pasado que deberíamos tener y no tenemos. ¿La República era una democracia perfecta? Por supuesto que no, entre otras razones porque la democracia perfecta no existe –la democracia perfecta es una dictadura–: era una democracia con muchos problemas y carencias, y en la que a la altura de 1936 ya poca gente creía; pero era una democracia. Y la solución a sus problemas no era la que se le dio: un golpe militar orquestado por la oligarquía y apoyado por la Iglesia y por una parte de la población a la que la oligarquía y la Iglesia convencieron de que no había más solución que acabar con la República. La razón, por tanto, estaba del lado de la República, y al menos para nosotros, que gozamos de una democracia, no debería haber ninguna duda: por eso todos deberíamos abominar sin paliativos del golpe y reclamar la herencia del último experimento democrático de nuestro país. Dicho esto, ¿significa que todos los que apoyaron la República fueron unas personas excelentes, y unos canallas todos los que apoyaron el golpe militar? Por supuesto que no. Los responsables del asesinato a sangre fría de miles y miles de curas y monjas tenían la razón política, pero no la razón moral: nadie puede considerarlos personas decentes; y a la inversa: hubo rebeldes que se equivocaron de buena fe, creyendo que el error político de sublevarse contra la democracia era un acierto. Dicho de otro modo: desde el punto de vista político Manuel Mena estaba por completo equivocado, pero, después de indagar durante toda mi vida en la suya, yo no tengo ninguna razón para pensar que soy mejor persona que él (al contrario). O de otro modo aún: como toda buena causa tiene sus canallas y como con las mejores intenciones pueden crearse los peores infiernos, todos deberíamos aceptar que la República no tenía la exclusiva de la razón moral; pero, como todos creemos en la democracia, todos deberíamos aceptar que la República tenía la exclusiva de la razón política.

Ese es el mínimo acuerdo sobre el pasado que necesitamos: un acuerdo que condene de forma taxativa el golpe del 18 de julio y el franquismo y que diga taxativamente que ni fueron necesarios ni inevitables, y que el golpe militar y la dictadura constituyeron un error sin paliativos. Por desgracia, la derecha española, o buena parte de la derecha española, todavía no tiene claro el pasado y por tanto carecemos de un acuerdo completo sobre el presente, lo que significa que el pasado sigue sin digerirse, sigue siendo un lastre y un freno, de vez en cuando un arma arrojadiza. Y por eso casi nunca sabemos adónde vamos, ni qué hacer con el futuro.

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