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Columna
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Querida Miggie

NO ME RESULTÓ fácil dar contigo. Saliste de España con la derrota republicana y luego tuviste que escapar de Francia con el estallido de la II Guerra Mundial. Todas las referencias que tenía de ti te situaban en México. Traté de localizarte entre los antiguos círculos de exiliados, pero nadie supo darme noticias tuyas. Claro que para entonces ya no estabas en México. Hacía unos años que habías enviudado y, tras reencontrarte con tu amor de adolescencia, os habíais instalado en Sevilla. Yo buscándote al otro lado del océano y, mira por dónde, estabas aquí cerca.

Conseguí tu teléfono gracias a Sergi Pàmies, hijo de una vieja amiga tuya. Con ella, Teresa Pàmies, viajaste en 1938 a Estados Unidos para defender la causa republicana (y llegasteis a reuniros con la primera dama, Eleanor Roosevelt). Cuando te llamé a Sevilla y te dije que estaba investigando la historia de tu padre, un prolongado silencio se instaló en el otro extremo de la línea. Ahora comprendo que era un silencio espeso, apretado, repleto de recuerdos que habían estado adormecidos durante años y que ahora despertaban a la vez. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie te preguntaba por él, por el profesor José Robles, el republicano español que en 1936 trabajó como intérprete de los militares soviéticos y luego fue asesinado por orden de alguien que trabajaba precisamente en la Embajada de Rusia?

Hay tragedias que necesitan una vida entera para encontrar consuelo. Otras puede que no lo encuentren nunca.

Habíais viajado desde Baltimore para pasar en España las vacaciones de verano y vuestras vidas se torcieron de golpe: tu padre secuestrado y asesinado, tu madre y tú forzadas a una fuga constante, tu hermano condenado a muerte por los tribunales franquistas… Hay tragedias que necesitan una vida entera para encontrar consuelo. Otras puede que no lo encuentren nunca. En la primera visita que te hice en tu piso de Sevilla comprendí por qué algunas de tus viejas heridas no habían terminado de cicatrizar: porque las acusaciones de traición con que se había manchado el buen nombre de tu padre seguían sin ser desmentidas. Setenta años antes, no les había bastado con matarlo. Además, para justificarse a sí mismos y acallar posibles protestas, lo habían cubierto de calumnias, despojándole incluso de su condición de víctima. ¿Cabe una iniquidad mayor?

Mi libro contribuyó al menos a devolver a tu padre esa condición de víctima inocente. Cuando regresé por Sevilla para presentarlo, preferiste no asistir. Tu salud estaba ya bastante deteriorada y no querías exponerte a emociones y sobresaltos. Pero estabas de buen humor: te sentías liberada de un peso inmenso. Aquella fue la última vez que te vi. Al poco tiempo os mudasteis a Pozuelo de Alarcón para estar más cerca de la familia de Luis. Cumpliendo mi promesa, aproveché mi primer viaje a Madrid para visitaros. Subí a vuestro piso pero ya no estabas. El resfriado que arrastrabas se había complicado y una ambulancia te acababa de trasladar al hospital. Ya nunca volviste a casa, querida Miggie. No pude entonces despedirme de ti. Por eso te escribo estas líneas.

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