Presupuesto singular
Las cuentas incluyen dentro del ajuste del déficit una pequeña iniciativa social
Los Presupuestos Generales del Estado son una condición inexcusable de estabilidad política. Los que acaba de aprobar el Consejo de Ministros para el año en curso llegan con mucho retraso y, una vez conseguido el apoyo de Ciudadanos, dependen de negociaciones pendientes con el PNV, Coalición Canaria y Nueva Canaria. En términos políticos, presentan dos características decisivas: se aplicarán efectivamente durante un periodo corto (quizá un máximo de seis meses) —con la ventaja de que pueden prorrogarse para 2018— y responden en parte de su contenido a la minoría relativa del PP en el Congreso. Si finalmente se aprueban, será un éxito del Gobierno y de Ciudadanos y un precedente de interés, aunque mejorable, para futuras negociaciones.
El cuadro macroeconómico que soporta el Presupuesto presenta algunas singularidades. Calcula una tasa de crecimiento del 2,5%, que es probablemente inferior a la que finalmente se logrará. Da la impresión de que el Gobierno se reserva un cierto margen para no cometer los errores de años anteriores en el cumplimiento del déficit. Sobre este crecimiento se estima un aumento notable de los ingresos públicos (casi el 8%, hasta superar ligeramente los 200.000 millones), un pronóstico que a grandes rasgos tampoco es discutible, porque la elasticidad fiscal en España es elevada. Aunque Montoro tiende a sobreestimar las proyecciones recaudatorias. La reducción de la tasa de paro al 16,6% es llamativa, pero no crucial a efectos de bienestar (mientras no cambie la elevada precariedad de los contratos) ni para la consolidación financiera de la Seguridad Social, porque la aportación de los trabajadores, aunque aumente el empleo en 506.000 personas, como dice el Gobierno, es descendente debido a la caída de las rentas.
Editoriales anteriores
Hasta aquí pisamos terreno conocido; una prolongación de la trayectoria económica de 2015 y 2016. El proyecto insiste en una política de ajuste (el objetivo de recortar el déficit en 14.200 millones, desde el 4,3% del PIB al 3,1%). No es difícil pronosticar que, a pesar del aumento estimado de los ingresos —cortesía del repunte de la inflación— y de que sigue comprimiéndose la inversión pública, el objetivo presente de déficit (3,1%) no se conseguirá. Los precedentes permiten poner en duda la disciplina fiscal y una parte de las posibilidades de recorte del gasto se han agotado.
La principal novedad procede del ángulo de la política. La necesidad de contar con los votos de Ciudadanos ha llevado a una rebaja necesaria, pero arbitraria, del IVA cultural (¿por qué se reduce a los toros y no al cine?) y a organizar una iniciativa social, con más valor político que económico, estimada en 4.600 millones, distribuidos en 2.100 millones para formación y 1.600 millones para políticas de apoyo, que constituye, por decirlo así, un cuerpo extraño en el núcleo de un presupuesto pensado para controlar drásticamente el déficit. El aumento de protección social, muy necesario, requiere una financiación añadida y persistente; y la prohibición de subir impuestos es un obstáculo innecesario. La inflación ya supone una subida indirecta de impuestos. Y no se trata de subirlos, sino de reformar la estructura fiscal para acabar con los privilegios que detraen importantes cantidades de ingresos año tras año.
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